Dasht-e-Barchi, el barrio más amenazado de Kabul

Hay un puñado de niños en Kabul que se quedaron huérfanos en el mismo momento de nacer. Otros, ni eso. La matanza del 12 de mayo del año pasado todavía estremece a los trabajadores del hospital maternal 100 Camas del barrio de Dasht-e-Barchi de Kabul. Durante cuatro horas fueron asesinadas 25 personas: 16 parturientas, dos recién nacidos, una enfermera y otros seis ciudadanos que se hallaban el día equivocado en el lugar equivocado. El jefe de enfermería, Abdel Habib Faizi, de 49 años, todavía lleva en el móvil la foto de un terrorista medio desnudo acribillado por los marines estadounidenses y otras escenas horripilantes de aquella jornada.

Aunque haya pasado casi año y medio, en Dasht-e-Barchi, bastión de la perseguida minoría hazara, no bajan la guardia. La última bomba estalló el sábado de la semana pasada. Hubo solo dos heridos, pero sirve de recordatorio. El barrio, en el oeste de Kabul, acoge a más de un millón y medio de vecinos, la mayoría pertenecientes a esa etnia chií de origen mongol que representa en torno a un 10% de los 39 millones de afganos. Desde 2017, además de en el hospital, ha habido varios atentados contra una mezquita, un gimnasio, dos academias o una furgoneta de transporte público con un balance de más de 160 muertos. Los hazaras están en el punto de mira de los talibanes, entre los que domina la etnia pastún, y también de grupos terroristas como el Estado Islámico o Al Qaeda.

“Todas las chicas hazaras vendéis vuestro honor y dignidad por dinero”

Acusación dejada en el perfil de Facebook de una agente de policía

El pasado 24 de octubre un kamikaze se llevó la vida de 34 personas, casi todos estudiantes, en la entrada de la academia Kawsar-e-Danish, que este martes permanecía cerrada. Allí había estudiado Shamsia, la joven que obtuvo el año pasado la mejor nota del país en el examen de acceso a la universidad. Uno de los que se topó con la carnicería fue Narouzi Shakrullah, que regenta junto a sus hermanos una pastelería cuya parte de atrás da al callejón de casas de barro donde se inmoló el terrorista. “La red Haqqani (ala radical de los talibanes liderada por el que acaba de ser nombrado ministro del Interior) o el Estado Islámico están tratando de acabar con nosotros”, lamenta este hombre de etnia hazara de 28 años hastiado de vivir en el que considera el barrio más amenazado de la capital.

Atiqullah Qati, director del hospital maternal 100 Camas, muestra la puerta blindada de uno de los refugios en el que se escondieron decenas de personas durante el ataque terrorista del año pasado
Atiqullah Qati, director del hospital maternal 100 Camas, muestra la puerta blindada de uno de los refugios en el que se escondieron decenas de personas durante el ataque terrorista del año pasadoLuis de Vega

Delante del negocio, que asegura les gustaría traspasar para irse al extranjero, cientos de puestecillos con fruta y verdura convierten la calle en un bullicioso mercado a la sombra de coloristas sombrillas. Conviven de manera sorprendente carricoches de transportistas del zoco, ciclistas, motocarros, furgonetas, taxis… Nada refleja el nubarrón de la amenaza permanente.

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Pero el peso del miedo está muy presente. Hay motivos. El perfil de Facebook de una mujer policía que trabajaba hasta el mes pasado en el departamento de pasaportes se ha visto invadido por amenazas y acusaciones de prostitución. “¿Con cuántos hombres tienes relaciones íntimas? Las hazaras sois gente impura. Todas las niñas hazaras vendéis vuestro honor y dignidad por dinero”, dice uno de ellos. Ella, una mujer de 26 años que prefiere mantenerse en el anonimato, entra al trapo y trata de defenderse de “falsas acusaciones” en un intercambio de decenas de mensajes. Por el grado de conocimiento de la chica, los nombres de personas del departamento que aparecen citados y otros datos, el responsable podría ser alguien de su entorno laboral que pertenece a los talibanes o simpatiza con ellos. Otros de los mensajes dicen: “Trabajas con ropas ajustadas y muestras a todo el mundo tu cuerpo” o “En mi familia las chicas no tienen un trabajo, no van oficinas ni se hacen amigas de nadie. Están en casa como las buenas mujeres”.

A unos cientos de metros de donde tiene lugar la cita con la policía, el doctor Atiqullah Qati, de 40 años y director de la maternidad desde hace cinco, muestra una de las seis estancias con puerta antibalas habilitada como espacios de seguridad y que sirvieron de refugio -y salvaron la vida, comenta- a decenas de personas. Pero añade que aquel ataque les dejó sin la inmensa mayoría del personal que atendía en el centro. Tras el atentado, Médicos Sin Fronteras (MSF), que servía de armazón de toda la estructura, decidió abandonar el proyecto. Fue así como en el 100 Camas -aunque en realidad las que hay son 60- pasó de haber 420 trabajadores a 60. Hoy en día atienden una veintena de partos diarios frente a los aproximadamente 40 de media que sumaban antes del atentado. En España mueren en el parto cuatro madres por cada 100.000 habitantes. En Afganistán, 638, según datos de MSF.

Mercado en el barrio de Dasht-e-Barchi de Kabul, donde la mayoría de la población pertenece a la amenazada minoría hazara
Mercado en el barrio de Dasht-e-Barchi de Kabul, donde la mayoría de la población pertenece a la amenazada minoría hazaraLuis de Vega

Eso sí, en la maternidad ha habido dos nuevas incorporaciones en los últimos días: los supervisores del Gobierno talibán. “Dicen que tienen 20 años de experiencia y que han atendido a numerosos heridos durante los combates en las montañas”, detalla el director. Qati afirma que hace solo tres días les ha llegado una paga, algo que muchos otros funcionarios siguen esperando. Lleva relativamente bien esta nueva bicefalia, aunque la guerrilla ha impuesto el doloroso peaje de la segregación. Desde ahora, a las mujeres solo las atiendan mujeres y a los hombres, hombres.

También hay cierta sorpresa -y miedo- ante la eliminación de algunas de las medidas de seguridad que se habían impuesto para tratar de frenar acciones terroristas. Entrando en el recinto a la derecha, yace desmontada en el suelo una enorme barrera que impedía el paso a los vehículos una vez superada la cancela antibalas.

En un despacho que no vendría nada mal ventilar, reciben al reportero los dos enviados talibanes a la maternidad, el doctor Hasan Gul, de 46 años, y su asistente, Abdelhadi Karimi, de 47, que permanece sentado a lo indio sobre la cama. “Welcome to my house” (bienvenido a mi casa, en inglés), lanza el primero mientras estrecha la mano del visitante dando a entender al intérprete que le acompaña que iba a trabajar poco en esa entrevista. La estancia es una mezcla de habitación, despacho y aseo. Bajo el lavabo, el sempiterno rifle. Un kaláshnikov, en este caso. ¿No hay forma de que se separen de él ni en un hospital? “Es como nuestra tarjeta de presentación”, responde Gul.

Hasan Gul (derecha) y Abdelhadi Karimi, nuevos supervisores talibanes del hospital 100 Camas de Kabul
Hasan Gul (derecha) y Abdelhadi Karimi, nuevos supervisores talibanes del hospital 100 Camas de KabulLuis de Vega

Sus años de experiencia no se circunscriben solo a atender a los compañeros talibanes heridos en el frente de batalla, cuenta. Insiste un par de veces en que entre las fuerzas del Emirato hay gente “muy preparada como médicos, ingenieros, militares…”. Además de estudiar medicina en la Universidad Shaik Zayed de Khost, donde se licenció en 2008, afirma que ha trabajado en el programa de vacunación de polio de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Deja clara la dependencia de Afganistán del exterior y reconoce que esta y otras agencias de la ONU son “cruciales” para el país.

Gul insiste en que ha pedido que ningún trabajador -o trabajadora- de la maternidad deje de asistir a su puesto y que tienen su despacho abierto para que cualquiera se queje de lo que considere oportuno. “Necesitamos a todos, también a las mujeres”, es su mensaje. Pero, aferrado a una estricta aplicación de la sharía, confirma que la orden es separar la atención por sexos. También que “hay una gran seguridad en Kabul”, donde no ha habido atentados mortales desde que ellos detentan el poder, y por eso han decidido eliminar algunas de las medidas como la barrera. También, añade, han limpiado la entrada de vendedores para facilitar la llegada de los pacientes. En la avenida principal de Dasht-e-Barchi, la presencia de patrullas de talibanes es más bien discreta, inferior a simple vista que en otras zonas de la capital afgana.

“Es muy duro venir a trabajar cada día a un sitio que está amenazado”, señala el jefe de enfermería, Abdel Habib Faizi. Sobre la nueva autoridad con la que han de tratar en un hospital da a entender que no tienen elección: “Estoy en una jaula”.

Un hombre de la etnia hazara toma té en el mercado del barrio de Dasht-e-Barchi de Kabul
Un hombre de la etnia hazara toma té en el mercado del barrio de Dasht-e-Barchi de KabulLuis de Vega

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