Es Navidad en España, y Lázaro llama desde La Habana para desearme feliz año y pedirme unos medicamentos que “están perdidos” desde hace meses de las farmacias cubanas.
— Esto está en llamas, Tigre. No hay de nada en las tiendas, así que estírate y llena las maletas…
Cuenta que hoy se fue a dar una vuelta por la plaza de armas. Y se topó con una estatua de tamaño natural de Eusebio Leal plantada a las puertas del Palacio de los Capitanes Generales en homenaje al carismático historiador de la ciudad, fallecido en julio del año pasado. Me dice que la estatua es de José Villa Soberón, el mismo escultor que hizo la que se exhibe en la barra del bar-restaurante Floridita del escritor Ernest Hemingway, y también de la que representa al bailarín español Antonio Gades, esta última ubicada en la plaza de la Catedral, “conocida primero como la plaza de la Ciénaga porque se inundaba con las aguas que corrían a lo largo de la villa para desembocar en el mar, y que también se anegaba con las mareas”. Lázaro es una enciclopedia viva de La Habana, conoce cada rincón y cada leyenda de sus calles y plazas, y ni porque nos separan 7.500 kilómetros de mar se frena en su afán de descubrirme la belleza y singularidades de la capital cubana.
“A diferencia de la mayoría de las ciudades coloniales, en las que una plaza principal concentraba las funciones públicas [iglesia, cabildo, mercado], La Habana fue una villa policéntrica desde muy temprano: al ser ocupada su plaza primitiva por el castillo de la Real Fuerza y adquirir un carácter militar luego de un ataque pirata, las funciones públicas se desplazaron hacia cuatro espacios menores, la plaza de San Francisco, la del Cristo, la plaza Vieja y la de la Catedral”, explica, e indica que él acostumbra a recorrerlas desde el mar hacia la antigua muralla aunque a veces hace el trayecto inverso, bajando por la sombreada calle de Teniente Rey desde el Capitolio hacia el convento de San Francisco de Asís, dos de las grandes obras rehabilitadoras acometidas por la Oficina del Historiador que hasta su muerte dirigió Leal.
Eusebio era una persona muy querida por los habaneros, y en las casi cuatro décadas que estuvo al frente de la restauración del Centro Histórico rescató cientos de edificios y espacios públicos que estaban heridos de muerte debido a la falta de recursos y a la dejadez del Estado, creando en La Habana Vieja una especie de reino taifa que logró sacudirse el polvo de la ideología y la burocracia para implicar en la labor rehabilitadora al incipiente sector privado. “Preservar el patrimonio material e inmaterial de la ciudad es importante, pero no como una tarea de momificar el pasado. El proyecto de La Habana y la misión que tenemos es precisamente darle vida, que la ciudad sea para los que la viven, por eso hemos creado escuelas, centros de salud y viviendas en el Centro Histórico, es la única manera de que no se convierta en un pueblo viejo o en un centro turístico”, solía decir Eusebio Leal.
Leal hablaba con tal pasión de La Habana que contagiaba a sus interlocutores y los “envolvía” de inmediato, señala Lázaro: “Quien le escuchara, fuesen reyes, presidentes, embajadores, artistas, potentados o las gentes más sencillas de La Habana Vieja, quedaba comprometido con la causa del rescate de La Habana, y fueron muchos los que le apoyaron de diversos modos”. Dice mi amigo que ante la ingente y descomunal tarea de conseguir fondos para salvar una de las ciudades coloniales más hermosas de América, Eusebio había desarrollado “vista larga de cazador” y sabía muy bien qué pedir y a quién para contribuir de mejor modo a su obra. Pone como ejemplo el viaje que realizaron en 2001 un grupo de amigos y empresarios españoles, entre los que estaban la escritora Carmen Posada, Alicia Koplowitz y Jesús de Polanco, presidente de PRISA y dueño de EL PAÍS. El historiador los acompañó toda una mañana por el Centro Histórico, patrimonio de la humanidad desde 1982 junto al sistema de fortificaciones de La Habana. Cuando terminó el recorrido, fascinado todo el mundo después de haberle escuchado y de haber comprobado lo mucho que había logrado rehabilitar, Polanco preguntó qué podían hacer ellos para ayudarle. “Eusebio no lo dudó un segundo: lo miró y le dijo que, más que cualquier apoyo financiero, sería de gran utilidad que EL PAÍS publicara un reportaje sobre los trabajos de restauración de La Habana”.
Me lo cuenta Lázaro por teléfono y me quedo pasmado. Sabía que mantenía una buena amistad con Eusebio, pero dudo del detalle, e indago. Y resulta que sí. Un veterano del periódico recuerda que cuando Polanco regresó de aquel viaje pidió al director que enviaran a La Habana a quien mejor podía hacer el trabajo, “y ese no era otro que Manuel Vicent, tu padre”. Con la copa de champán en la mano, pregunto a mi progenitor y me confirma la propuesta: “Dije que no, que yo no quería meterme en el territorio de mi hijo”. Y cuenta cuál fue el final de la historia. “Tiempo después me encontré a Polanco y me dijo bromeando que era el único periodista de EL PAÍS que había dicho que no a un encargo directo suyo. ‘Hombre, si me hubieran explicado que eras tú quién lo pedía, lo hubiese hecho’, le respondí”.
¡Joder, Lázaro! ¡Menudo regalazo de Reyes! Ahora soy yo el que le llamo de vuelta y le doy las gracias pues no sabía nada. Me pone a Eusebio por las nubes y habla de su gran sentido del humor, asegurando que las anécdotas del historiador eran infinitas y muy divertidas, “impublicables muchas, sabrosas todas”, acota.
Adelante, le pido, vayamos a las segundas. Y suelta una genial de la época aciaga del Periodo Especial. El campo socialista y la Unión Soviética se habían deshecho ya en menudos pedazos, y Fidel Castro y Felipe González estaban cada vez más cabreados. Después de años de amistad, ambos mandatarios se habían distanciado por la reticencia de Castro a introducir la más mínima reforma en Cuba que oliera a capitalismo o a vuelta al pasado. Era la época del “socialismo o muerte”, y casi a diario en la prensa uno y otro se lanzaban públicamente cargas de profundidad. Felipe demandaba a Castro seguir el camino de Gorbachov, y Fidel le respondía que el ejemplo de España que más le interesaba era el de la resistencia de Numancia; no le llamaba traidor de milagro. En boca de Felipe, las palabras mágicas al referirse a Cuba eran apertura económica, elecciones libres y democracia. Castro aguantaba a veces, y a veces no, hasta que un día soltó aquello de que “en España al Rey no lo ha elegido nadie, sino que lo puso Franco”. Así las cosas, en el verano de 1993 hubo una pequeña tregua después de la cumbre iberoamericana de Salvador de Bahía, cuando Felipe logró que Castro aceptara que visitara La Habana una delegación de alto nivel presidida por Carlos Solchaga, su exministro de Economía, con el objetivo de que le hiciera sugerencias para evitar la debacle económica. Solchaga viajó en compañía de José Juan Ruíz, entonces secretario general de economía internacional en el Ministerio de Economía y Hacienda, además de un alto cargo del Banco de España y un experto fiscal. Pasaron varios días en la isla, y el 31 de julio cenaron con Fidel Castro y le presentaron su plan de liberalización económica, que incluía privatizaciones. El líder comunista escuchó sin chistar, y tiempo después confesaría que por aquel tiempo muchas delegaciones visitaban La Habana con el mismo propósito y que él siempre les atendía “con la paciencia de Job y la sonrisa de la Mona Lisa”.
Poco duró la paz. Un día el escritor colombiano Gabriel García Márquez, amigo de los dos, estaba en el aeropuerto de La Habana esperando tomar un vuelo a Madrid. Leal estaba en la sala de protocolo despidiéndolo cuando de pronto se abrieron las puertas y entró Fidel en tromba. “Le preguntó a Gabo que si durante su estancia en España iba a ver a Felipe. Él asintió, y entonces Fidel le pidió que le trasmitiera un recado: ‘Dile de mi parte que es un remaricón’, y con la misma salió del salón. A los tres minutos se repitió la escena: volvieron a abrirse las puertas y entró Fidel del mismo modo que había hecho antes: ‘Oye, Gabo, por favor, no le des ese mensaje. Dale este otro: ‘Dile de mi parte que es un recontramaricón”.
Pasado unos meses, estando de viaje en México, Eusebio fue a visitar a Gabriel García Márquez y a su esposa Mercedes a su casa en la exclusiva colonia Jardines del Pedregal, en el entonces llamado Distrito Federal. “Cuando llevábamos un rato hablando le pregunté qué había pasado con Felipe. Me contó que el día que se vieron en Madrid le dijo que tenía un mensaje de Fidel para él. ‘Sí, ya sé que me va a decir: que soy un maricón’, le respondió Felipe”.
Me dice Lázaro que si no le creo, como sucedió antes con lo de Polanco y mi padre, que busque en internet. “Antes de morir Eusebio contó la anécdota en público y está grabada [la busco y la encuentro, y la versión es casi idéntica]. Y me recuerda antes de colgar el teléfono: “Oye Tigre, no te olvides de las medicinas para el asma… Y del jamón”.
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