Merece la pena detenerse en la primera vez, aquella en que los pioneros cruzan las líneas para enseñar a sus discípulos el nuevo horizonte que alcanzar. La de esta historia sucedió un siete de noviembre de 2007 en sede parlamentaria. Aquel día, José María Aznar no fue a la Comisión de Investigación del 11-M a pedir perdón por sus mentiras, ni siquiera a intentar salvar la cara vendiendo una gestión confusa y errónea. Aquella jornada, Aznar declaró que quienes habían ideado el atentado no estaban “ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas”, una frase vacía, poética barata, que sin la campaña previa de manipulación y conspiranoia mediática resultaría incomprensible. El expresidente, en íntima relación con los autores de aquella operación de sabotaje democrático, se sumó al coro que ilegitimaba al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.
Los peores engaños son los cobardes, aquellos que mediante la insinuación dejan a salvo a quien los pronuncia pero siembran el veneno de la sospecha en toda la sociedad. Aquel episodio no fue tan solo una anécdota, la venganza irresponsable de un hombre mezquino que pensaba que la Historia le debía algo, sino la manera de demostrar a la derecha española que, de ser necesario, podía poner en cuestión el primer consenso de todo sistema político avanzado: el respeto a las elecciones. La decisión que el Tribunal Constitucional tomó el 21 de diciembre de 2022, asaltar las Cortes impidiendo el acto legislativo, es producto histórico de aquella declaración, una que no se limitó a un momento, sino que se armó como proceso de involución reaccionaria con el que desmontar todo aquello que los que se opusieron a la Constitución consideraron perdido en 1978.
No se trata solo de que los jueces hayan impedido la renovación del mandato caducado en un alto tribunal, hecho de por sí grave. Se trata de que las derechas decidieron que podían no reconocer el resultado de las elecciones generales de 2019, aquel que se había tratado de evitar con denuedo para impedir que Unidas Podemos llegara a La Moncloa. Primero se aprovechó la pandemia con el propósito de imponer un Gobierno de concentración, creando el desconcierto mediante una crispación que se aupó sobre los ataúdes, recurriendo también a la intoxicación que circuló en forma de falsa operación militar por los despachos capitalinos. El intento apresurado de alterar el resultado de las urnas fracasó, pero consiguió mover las líneas de lo razonable a la hora de hacer oposición.
El bloqueo al que el PP sometía al Consejo General del Poder Judicial encontró entonces una meta mayor: ya no se trataba solo de impedir una renovación que reflejara los nuevos equilibrios, sino convertir a los jueces en una cámara alternativa que torpedeara la labor del Ejecutivo e impidiera desde la puerta de atrás el normal funcionamiento del Legislativo. Lo que se planteaba como un lawfare a posteriori necesitaba del conflicto institucional para dar el siguiente paso: en el momento en que se actuara para anular este bloqueo, la intervención pasaría a ser a priori, sentando un precedente para que la derecha pudiera controlar la actividad de las Cortes sin necesidad de tener mayoría de diputados y senadores. El asalto del Constitucional no ha sido, de nuevo, un suceso aislado, sino una alteración precisa del funcionamiento de nuestra democracia.
Cuando lo conservador se vuelve rupturista las alarmas que protegen nuestras libertades deben encenderse. En Estados Unidos, según el informe de la Cámara de Representantes, Donald Trump conspiró para asaltar el Capitolio para evitar que se nombrara un nuevo presidente, un grave ejemplo de esta deriva que transforma a la derecha en un vector de inestabilidad que ilegitima procesos electorales. Este camino hacia el precipicio fue largo, tomando la patrimonialización de lo judicial como una de sus principales herramientas, clave para entender la victoria de George Bush hijo sólo tras la decisión de la Corte Suprema, en diciembre de 2000, de impedir un recuento de votos que hubiera truncado su presidencia. Líneas que se cruzan pensando que hay un viaje de retorno, cuando nunca es así.
Esta legislatura, a pesar del virus y de la guerra, se ha demostrado como un tiempo de estabilidad frente a los cinco años anteriores. El país ha respondido y funcionado frente a problemas graves e inéditos, con un Ejecutivo y un Parlamento que han sido capaces de impulsar y aprobar tres Presupuestos Generales, diferentes leyes de aspiración igualitaria y de encontrar el acuerdo pese a lo heterogéneo de las Cámaras. La excepcionalidad sólo ha venido de una derecha incapaz de sacudirse la tutela del populismo ultra, cuya pulsión destituyente afecta no sólo a la coalición progresista, sino que ya ha puesto en jaque nuestra arquitectura institucional. No son solo las togas contra los escaños, es la pretensión de que las maniobras de un reducido grupo de poder, no situado en desiertos remotos sino en las zonas nobles de Madrid, se eleve por encima de la soberanía nacional.
Source link