Microsoft va a comprar una de las grandes desarrolladoras de videojuegos, Activision Blizzard, para convertirse en la segunda compañía del sector, detrás del gigante chino Tencent y por delante de Sony, Apple, Google y Nintendo. Es una operación de 60.000 millones de euros, la mayor de Microsoft en 46 años, que revela dos cosas: que los videojuegos son un enorme negocio, y que se espera que sea aún mayor.
Además, el lunes el periódico The New York Times anunció que compra Wordle, el crucigrama que se hizo viral este invierno, por un millón y pico de dólares. Es una operación pequeñita, pero sintomática. Como decía mi compañero Bernardo Marín, el Times quiere mandar un mensaje a los lectores: “Nos importan mucho los juegos, somos y seremos la referencia global en ese mundo”. ¿Por qué un gran periódico quiere ser referencia en pasatiempos? Porque tienen éxito. El periódico de los casi dos mil periodistas tiene 8,4 millones de suscriptores en total, pero eso incluye un millón que solamente paga por sus juegos, por crucigramas y ahora Wordles.
Estas dos noticias ilustran una realidad: los videojuegos importan. Son una industria mastodóntica y un fenómeno social, aunque, y esa es la paradoja, les prestamos poca atención. Les damos menos valor que al cine, la música o el fútbol, pero hay buenos motivos para hablar de videojuegos.
Los videojuegos generan unos ingresos de 180.000 millones de dólares (157.000 millones de euros), más que el cine (45.000), la música (51.000), los servicios de streaming (90.000) o los libros (145.000), según las estimaciones recogidas por Newzoo y Deloitte. La mitad de los ingresos globales vienen de juegos para móvil, que en Europa bajan al 35%, porque pesan más las consolas (45%), según cifras de Google.
Si dan dinero, es porque mucha gente usa videojuegos. Son populares desde los noventa y con la explosión del móvil se volvieron casi universales: en el mundo hay unos 3.000 millones de jugadores, un 38% de la población.
¿No es una cosa de chavales en países ricos? No. La mitad de los jugadores son asiáticos, para empezar. Y en Europa, casi la mitad son mujeres (46%), la mitad supera los 35 años, y un 24% pasa de los 44 años. Los videojuegos crecen sobre todo en audiencias nuevas: gente con nietos, familias y parejas.
Los juegos están más presentes en el día a día de la gente que en los medios de comunicación, como la tele o este periódico. Son uno de nuestros puntos ciegos, como pasa con series, apps, manualidades, mascotas o recetas. Y aunque no sea el motivo principal, es un motivo para explicar las audiencias bestiales que esos asuntos han levantado en Twitch o YouTube.
Por último, los videojuegos son también una ventana al futuro, porque anticipan cambios que luego vemos en otras cosas. Ahora mismo los dominan dos transformaciones, el avance de la suscripción y el escarceo con el metaverso. Lo segundo es uno de los supuestos motivos que tendría Microsoft para comprar Activision Blizzard (los juegos son el lugar lógico para ensayar un mundo online inmersivo).
En cuanto a la suscripción, los videojuegos no han ido a la vanguardia, pero prometen la siguiente batalla. Ya se paga por el servicio de juego online (el de Nintendo tiene 30 millones de suscriptores, y el de Playstation, 50 millones). La siguiente fase son las suscripciones que den acceso ilimitado a un catálogo de juegos, para emular a Spotify o HBO. El líder es Microsoft, que tiene 25 millones de suscriptores en Xbox Pass, pero se espera que Sony entre pronto a competir. Son cifras lejanas a los 220 millones de suscriptores de Netflix, pero no tan lejanas: “Alguien va a crear un servicio de juegos con cientos de millones de suscriptores”, augura Bing Gordon en Financial Times.
Si creo que hay que prestar atención a los videojuegos es por estos motivos… y por otro más importante. Hay una razón esencial, menos utilitarista: entretener es un arte valioso. Esto vale en periodismo —contar una historia interesante o mostrar lo cotidiano de otra manera—, y vale, desde luego, para crear libros, series o videojuegos. Es un mérito que no siempre reconocemos. ¿No es un oficio bonito hacer que alguien pase un buen rato, reunirlo con amigos o matarle el aburrimiento del metro? Como dijo alguien que cito a menudo: a la vida se viene a pasar el rato.
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