De paseo por la Ginebra de Joël Dicker


A mitad de su novela El enigma de la habitación 622 (2020), Joël Dicker se permite una licencia y anota: “Solo en mi habitación en el sosiego de la noche, pienso en Ginebra, mi ciudad querida, y le doy las gracias. Ciudad de la Paz y de las personas buenas”. Y prosigue la investigación del crimen que llevarán a cabo el narrador (llamado Joël Dicker) y Scarlett Leonas, huésped accidental del hotel Palace de Verbier (basado en el Schweizerhof, en Flims) donde se retira el escritor para tratar de superar un desamor y desconectar. La joven le impulsará a escribir el libro que no quiere, un thriller que acaba siendo un homenaje a su ciudad natal, descrita al milímetro. Una suerte de guía de viaje actualizada en la que caben una disección de las capas sociales, historia y pistas sobre la idiosincrasia de este centro financiero y cruce de nacionalidades ubicado entre los Alpes y el monte Jura, a los pies del lago Leman.

Empezamos la ruta igual que la novela, en el repu­tado barrio de Champel, donde vive el narrador (y donde hasta hace poco vivía Dicker): en el número 13 de la avenida de Alfred-Bertrand, frente al parque de Bertrand, al que se lanza a correr cada mañana con la ilusión de provocar un encuentro casual con su vecina —y novia de dos meses— Sloane. Un parque en el que todo está en su sitio y que explica que Ginebra sea la tercera capital más verde del planeta.

Cerca queda la Rue de Contamines, con edificios de los años treinta, incluso uno de Maurice Braillard, arquitecto fundamental en la ciudad suiza. Suyo es el teleférico del Mont Salève de 1932, un prodigio déco cerrado el pasado agosto para su renovación y al que subir sin falta cuando reabra el año que viene.

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La estatua de Rousseau en la isla homónima de Ginebra. Benny Marty Alamy

En el Quai des Bergues encontramos el Four Seasons, en la novela Hôtel des Bergues, donde vive Lev Levovitch (junto a Macaire Ebezner y Anastasia, uno de los miembros del triángulo amoroso). Es el primer hotel que se construyó en Ginebra en 1834 tras la demolición de las fortificaciones. Y en su último piso se halla el restaurante japonés Izumi, donde el narrador invita a cenar a Sloane antes de que esta lo abandone. La vida no siempre es como esperamos, por eso se escriben novelas.

Las riberas del lago Leman resplandecen en la ficción y en la realidad. En frente del alojamiento, entre las dos orillas, donde el lago se va convirtiendo en el río Ródano, encontramos la acogedora isla de Rousseau, que tan pronto sirve de refugio a los personajes (Lev y Anastasia) como de área de descanso a los constructores de la trama (Joël y Scarlett). Hoy aquí se levanta una estatua de Jean-Jacques Rousseau, otro ilustre ginebrino, alrededor de la cual siempre hay alguien atendiendo el sonido del agua.

Donde murió la emperatriz Sissi

Más allá del Pont du Mont-Blanc (el que más veces se atraviesa en la lectura y en esta ruta), otra localización clave: el hotel Beau-Rivage, el más histórico y el que atesora mejores vistas de la omnipresente fuente Jet d’Eau e incluso, en días claros, del propio Mont Blanc. No es de extrañar que Olga escoja su terraza para tomar el té con sus hijas tratando de emular a una de sus clientes más renombradas, la emperatriz Sissi, que un 10 de septiembre de 1898 salió para tomar el buque de vapor y en el mismo muelle fue apuñalada por un joven anarquista, antes de regresar a duras penas al hotel, donde falleció. Basta con pisar la entrada y admirar la prudente arquitectura neoclásica del patio interior, con suelo de mosaico art nouveau, para sentir el peso de la tradición y del charme desde 1865 y la sensación de que, si se entrara en una suite, el exterior dejaría de existir y solo se saldría a la fuerza, esposado, entre gendarmes. Una visita nos hace estar de acuerdo con Kofi Annan, que dijo: “Igual que hay cinco continentes y luego está Ginebra, hay grandes hoteles y luego está el Beau-Rivages”. En su libro de huéspedes caben Jean Cocteau, Sophia Loren, Anthony Burgess, Marlene Dietrich o Eleanor Roosevelt.

Siguiendo el rastro de la buena vida que se prodiga en la novela, resulta inevitable el restaurante Roberto, el italiano donde Olga lleva a sus hijas. Cuando Anastasia pide sus celebrados tagliatelle a la crème aux truffes, su madre se lo impide alegando que debe mantener la línea y le impone lenguado a la plancha. Una decisión a todas luces inaceptable, porque ese plato es arte. Aunque, una vez terminado, tal vez tuviera razón Olga, porque ese sabor le va a perseguir a uno, y a partir de entonces la vida consistirá en recuperar esa emoción fundacional que, como suele pasar, será irrecuperable.

Otra escenografía imprescindible es el Grand Théâtre, construido en 1879 a imagen de la Ópera Garnier de París. No solo por los tejemanejes que se traen entre manos los personajes o por las óperas de Wagner que acuden a ver; también porque luego siempre acaban en el cercano Café Remor, un clásico estupendo, según el narrador “con un aire intelectualoide” que no vamos a desmentir.

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Cuadro de Villa Diodati, del artista William Purser, DeAgostini getty images

En la “comuna encopetada” de Cologny viven Macaire y Anastasia. Junto al Pret Byron, en la Route de Ruth, 9, es fácil detectar la finca Villa Diodati. Aparte de ser una majestuosa edificación con vistas al lago y más allá, es la casa donde se encontraba Lord Byron en 1816. Como se aburría, llamó a sus amigos Mary Shelley, John Polidori y ­Percy ­Bysshe Shelley para que le animaran. Hacía tanto frío que en lugar de pasear se dedicaron a inventar historias, una de las cuales terminó siendo Frankenstein, escrita aquí.

El vecino Auberge du Lion d’Or, comandado por el dúo Dupont & Byrne, es el restaurante gastronómico donde Macaire invita a cenar a Anastasia sin que llegue a probar la comida a causa de una llamada. Se puede no imitarlos y comer, pero teniendo en cuenta que no invita Macaire y que los chefs acumulan estrellas.

En este viaje literario falta el Banco Ebezner, alrededor de cuya presidencia gira el enigma, localizado en el número 11 de la Rue de la Corraterie. Estamos entre la Ginebra comercial, en las rues basses (calles bajas), y la vieille ville, la de la catedral de San Pedro, donde se entierra a Abel Ebezner (detalle que da buena cuenta de la importancia del personaje), y la de la tradicional y burbujeante Place du Bourg-de-Four, en la que conviene encontrar sitio en la terraza de La Clémence, cerrar el libro y abrir una cerveza artesanal Calvinus, otra obra de arte.

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