Desde distintos países americanos se reclama a España que pida perdón por hechos que sucedieron hace siglos, que pida perdón la vieja metrópolis convertida ahora en un país de tamaño medio, de desarrollo medio, de nivel educativo medio, con un sistema político medio, con soberanía media desde que fuese aceptado en la OTAN y la Unión Europea, porque antes no pudo participar en proyecto internacional alguno, lastrada como estaba por una dictadura de cuatro décadas, el único régimen que sobrevivió al Eje tras su hundimiento en 1945. ¿Vale la pena, tiene sentido, que esta medianía que somos pida perdón por hechos que caducaron en 1824, cuando abandonó del todo un continente que había gobernado desde fines del siglo XV gracias a la colaboración incesante de las elites locales; o en 1898, cuando abandonó los últimos reductos antillanos que sobrevivieron como colonias gracias a apelotonar allí a un millón de esclavos africanos? En cualquier caso, debería pedir perdón al unísono con todos aquellos magnates locales que, aprovechando los entresijos enormes de un imperio tan extenso, gobernaron y explotaron durante siglos a sus propios. Quizás también con aquellos peninsulares que, excluidos de todo rango de nivel en casa, accedieron algún día a puestos de relevancia en la lejana administración imperial y regresar a sus lugares de origen con los bolsillos llenos, algún criado que no hablaba castellano y alguna niña no reconocida, para que los asistiesen ambos hasta su muerte.
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