De Puerto Rico a Bélgica: la canción de amor y soledad de Gabriel Ríos



El cantautor puertorriqueño Gabriel Ríos posa durante la entrevista.Víctor Sainz

Gabriel Ríos (San Juan de Puerto Rico, 43 años) nunca había escuchado la expresión “perro verde”, pero la repite varias veces, paladeándola, porque le encanta. Y porque se siente muy identificado con ella. “Soy un bicho raro, eso es verdad”, asume. “Papá y mamá lo estimularon siempre en casa. Crecimos sin presión. A mi hermana y a mí nos animaban a pintar y a contarnos cuentos. Mamá nos hablaba de poetas y filósofos desde bien temprano. Tuve a Jung entre mis ídolos juveniles. Y como me criaron así, hoy tampoco quiero que las canciones me salgan normales. Me aburriría demasiado pronto de ellas”.

Gabriel es puertorriqueño, pero aborrece el reguetón. La primera canción con la que recuerda haberse emocionado en toda su vida es (Just like) Startin’ over, de John Lennon, que escuchaba compulsivamente a los cuatro o cinco años, cuando vivía en Los Ángeles. Percibía tanto eco en la voz del exBeatle que le producía miedo, pero esa misma sensación de misterio e irrealidad le marcó para siempre. Ha llegado a la edad de esplendor maduro, con más tiempo de residencia en Bélgica que en ningún otro rincón del planeta.

Ha grabado cinco álbumes muy apreciados en los círculos del indie-folk contemporáneo, pero solo el último de ellos, el reciente Flore, está interpretado íntegramente en castellano. Lo conocen bien por media Europa, pero su debut absoluto en los escenarios españoles tendrá lugar este domingo 28 en el Café Berlín. Y es trilingüe perfecto: su lengua madre, el inglés aprendido en California y… el flamenco. “Conozco todas las palabras y me puedo comunicar con él, pero es una lengua a la que no le puedo inyectar alma. Hasta eso contribuye a la grisura de vivir allí”.

Ríos vive solo y cada vez se dice un hombre más ensimismado. “Soy un viejo prematuro, ya me lo decía mi mamá”, objeta con buen humor. “No me gusta el ruido, las fiestas vecinales ni las jodiendas. Cuando en mi bloque de viviendas en Gante pinchan música tecno o los estudiantes organizan una parranda, a mí me entran ganas de asesinar a alguien…”. Hay algo de misantropía en esa “hipersensibilidad que crece y crece”, de la que no mejora. Pero es también la conciencia de ser humano vulnerable la que le alborota las conexiones neuronales y empuja a escribir canciones. “Dejé lejos ya esa arrogancia juvenil de pensar que las canciones las vomitas, salen solas”, se sonríe. “Si no eres un genio, y yo no lo soy, la escritura es un proceso largo, duro y doloroso. A mí me lleva varios meses encapsular esos fantasmas que llevo dentro”.

El origen de los tormentos, la espoleta de Flore, fue la enfermedad paterna justo en lo más crudo de su crisis de la mediana edad. Luis Raúl Ríos había sido de siempre un referente para Gabriel, un pianista, guitarrista y batería aficionado que le enseñó los primeros acordes y le regalaba cintas de casete con selecciones loquísimas, de los Beatles a The Police, Paul Simon o música étnica africana. Es probable que Don Luis pudiera haberse dedicado profesionalmente a la música, pero optó por la psicología clínica y familiar. “Pensó que así le sería más útil a la gente. Le pasaba lo mismo a mamá, que fue mi profesora de Historia, Literatura y Arte. Yo era más egoísta: mi cuerpo solo encontraba satisfacción en la fuerza de las canciones, y ni siquiera sabía comunicar bien toda esa emoción porque padecía miedo escénico. Ahora, al menos, no me escondo, me expongo y transmito desde encima del escenario. Ese es hoy, de alguna manera, mi servicio a los demás…”.

Traslado a Gante

Con 15 años conoció a Geraldine, una belga de 20, y descubrió por vez primera el latido desbocado del amor. La diferencia de edad era considerable para un tierno adolescente, pero los padres de Gabriel le respaldaron. Ni siquiera opusieron la menor residencia cuando el chaval, a los 17, les anunció que se mudaría a Gante y aprovecharía para matricularse en Bellas Artes. El plan sonaba más bien descabellado, pero hoy no lamenta para nada todo aquel arrebato sentimental. “Vivir y ser artista en Europa era un sueño romántico abrupto. Estudiaba pintura, hacía música, descubría bandas tan pintorescas como dEUS, me contrataban en festivales. Me convertí en un aprendiz precoz de la cultura underground”. Aquella relación primeriza no prosperó, como cabría sospechar, pero hoy Gabriel es el padrino del hijo de Geraldine. “Fue una historia bien chévere. Mi mayor suerte es no tener a nadie tóxico en la vida”, presume.

Hace ahora tres inviernos, su fascinación por el modo de vida centroeuropeo daba ya síntomas de agotamiento cuando se produjo la primera llamada fatídica desde el otro lado del océano. Don Luis Raúl había enfermado de Alzheimer. Gabriel Ríos cogió el primer vuelo hacia San Juan y pasó cuatro meses largos en su tierra natal. Sus visitas habían sido siempre las de un hombre de vacaciones; esta vez, en cambio, se sintió un repatriado. Lidió con toda la crueldad del deterioro cognitivo. “Papá se pasaba las tardes charlando conmigo tranquilamente, pero un día me preguntó, casi con timidez: ‘¿Tú quién eres, el amante de mi mujer?’. Yo respondí: ‘¡Papá, pero si soy tu hijo!’. Y a él le explotó la cara en lágrimas…”.

Aquella experiencia amarga y conmovedora convenció a Gabriel de que tenía que recuperar sus raíces. En Flore se deslizan algunas composiciones propias como La torre, que interpreta con el eminente texano de sangre venezolana Devendra Banhart, pero el grueso del repertorio son las canciones que escuchaba a todas horas de chiquillo, precisamente las favoritas de su papá y su abuelo. Muchas de héroes locales puertorriqueños, de Héctor Lavoe a Rafael Hernández o la Orquesta Zodiac. Pero también Vagabundo, de Los Panchos, o No soy de aquí, ni soy de allá, de Alberto Cortez.

—¿Llegó a tiempo de ponerle el disco a su padre?

—Sí, pero él ya no reaccionaba a los estímulos. La música suele ser la última emoción que conservan los enfermos, como contaba Oliver Sacks en Despertares, pero con mi papá no tuve esa suerte.

Hoy Gabriel es un hombre afable y atormentado, de charla encantadora y regusto a amargura. Le divierte haber dado tantos tumbos en la vida, pero agradece su presente ensimismamiento. Le resulta más fácil “crear desde el caos, sin plena conciencia de lo que hago, como si estuviera más tranquilo cuando todo está rompiéndose”. Y confiesa huir de su propia naturaleza enamoradiza. “He sufrido demasiado con esa vulnerabilidad adolescente del amor, aunque tampoco me atrae la idea de la bohemia eterna”, recapacita con lucidez agridulce. Por eso siente llegado el momento de dar portazo a su más de media vida en Bélgica y acaricia la idea de probar fortuna en suelo español. Por eso le ilusiona tanto que, cinco discos y algunos miles de conciertos después, el Berlín sea testigo de su debut en tierras ibéricas.

—Esta es la víspera de un día para estar nervioso.

—Qué va. Me cogeré uno de mis puros Partagás Mille Fleurs y me iré al Retiro a fumarlo bien despacio. No consumo cigarrillos. El puro lleva su tiempo y solo así consigo que mi cabeza deje de pensar en mil cosas. Y es muy hermoso el dibujo del humo iluminado por el sol de otoño en Madrid.

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