¿De qué se ríe tanto el tal Scorsese?

Pasa con el humor algo que no sucede con ninguna forma de arte: solo se valora si te hace gracia. Cualquier crítico puede reconocer el valor de un libro o una película que no le gusta o que incluso detesta. Uno puede decir que le aburre David Lynch y subrayar al mismo tiempo que le parece uno de los grandes artistas del siglo. En cambio, si un humorista no te hace gracia, será muy difícil que encuentres la generosidad, la paciencia y la ecuanimidad necesarias para afirmar que aprecias su talento y entender que otros se rían con sus chistes.

Porque el humor, como dice el tópico de los críticos vagos, no deja indiferente a nadie. Si no hace gracia, irrita. Nada molesta más que un graciosillo. Así se explican algunas reacciones a lo de Fran Lebowitz. Hay mucha gente desconcertada por la fuerza de las carcajadas de Scorsese. ¿De qué se ríe?, se preguntan. Lo hacía Ginia Bellafante en The New York Times, intrigada por esa muchachada que llena teatros para escuchar lo que, para ella, no son más que gruñidos de vieja del visillo. Se lo pregunta en el titular, y 1.300 palabras después, sigue encogida de hombros.

Lo que de verdad duele es que Scorsese goce enseñando los dientes. Se puede despreciar el gusto del vulgo, pero no el de un dios mayor del Parnaso. Si sus pelis significan algo para ti, su admiración pasional por una humorista que desprecias es casi una traición. O Scorsese demuestra ser un zafio que no merece los laureles, o te estás perdiendo algo sutil y profundo que no ves. O él es idiota o lo eres tú, y como lo primero suena muy improbable, la aterradora posibilidad de lo segundo te enfurece tanto que no reparas en que el humor es visceral e irreductible a toda crítica.


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