Mathew
Ryan odia perder. La madurez le ha permitido ir aplacando esa ira que le provocaban las derrotas y que le apartaron del tenis siendo un niño, cuando se hartó de romper raquetas ante la mirada de su madre Carol, que en más de una ocasión abandonó avergonzada las pistas. Ese carácter y la felicidad que le provocaba jugar con sus amigos le llevaron al fútbol, aunque el cricket, el rugby, el baloncesto y la natación también ocuparon su tiempo. Fue un vecino el que le dio el empujón definitivo para ser portero, y pese a que en sus inicios tuvo problemas por su desarrollo tardío, poco a poco fue construyendo una carrera que en su próximo capítulo le traerá hasta Donostia.
Ryan se crió en un suburbio al oeste de Sydney en una infancia que estuvo marcada por la separación de sus padres cuando tenía sólo 8 años, quedando él y su hermana a cargo de su madre. “Mi madre nos llevaba por la mañana a mi hermana y a mí a casa de mi tía antes de ir al colegio. Nos dejaba allí a las 7 de la mañana aunque el colegio comenzaba a las 9 porque tenía dos trabajos y trabajaba sin descanso para mantenernos. Mi madre ha sido una gran influencia para mí”, señalaba recientemente.
Fue probando varios deportes. “Era un atleta nato. Todo se me daba bien”, recuerda Ryan, si bien “probablemente el tenis y el fútbol fueron los dos deportes en los que seguí la senda de ver hasta dónde podía llegar” hasta que con 11 años “ambos empezaron a chocar”.
Tenía que decidir entonces qué camino escoger: “Cuando era pequeño, si no ganaba, reventaba las raquetas cada dos por tres. Eran bastante caras y el sueldo de mi madre era muy normalito, así que me castigaba a menudo. El tenis me daba una energía muy negativa cuando no ganaba”, señala el meta australiano que no duda en afirmar que “sigo siendo un mal perdedor”.
Ese mal perder y sus amigos le llevaron a escoger el fútbol, un deporte que le tenía atrapado incluso en las madrugadas. “En casa no teníamos televisión de pago, por lo que no podíamos ver la Premier League, pero la Liga de Campeones era gratuita y veía los partidos a las 4.30 y a las 6.30. Solía ver los partidos antes de ir a la escuela. Así fue como me enamoré de Henry y del Arsenal”, recuerda un Ryan que “nunca pensaba que sería tan bueno como para jugar allí”.
Los inicios del meta australiano bajo palos no fueron sencillos. Pagaba las cuotas de la escuela y los gastos a plazos porque en su casa nunca había tanto dinero como para pagarlo todo de una vez. Ese esfuerzo y un desarrollo físico tardío que le hicieron ser rechazado en alguna prueba le llevaron a los 13 años, dos después de dejar el tenis, a replantearse su decisión. “En el tenis nunca me dijeron que era demasiado pequeño para jugar”. Fue entonces cuando intervino su madre Carol: “¿Quieres ser el mejor a los 13 o cuando tengas 22?”, le preguntó. “Recibí el consejo correcto: ser bueno y trabajador. Tuve la suerte de que me inculcaran valores. La importancia de cómo tratar a las personas, tener modales, respeto y todos esos fundamentos”, valora un Ryan que luce varios tatuajes de animales en su hombro derecho como símbolo de la protección que le dio su madre.
Una prueba con Bale y Modric
Poco a poco Ryan fue convenciendo y, tras evolucionar físicamente, las ofertas comenzaron a llegar, primero en Australia y luego en Europa, aunque por el camino también hubo decepciones como el rechazo de clubs como el Wigan, el West Brom o el Tottenham a los que no convenció en las pruebas: “Entrené con Gareth
Bale y Luka
Modric, pero al final no hubo nada para mí”, comenta Ryan de su prueba con los Spurs.
En 2013 dio el salto a Europa, al Brujas, donde maduró y comenzó a mostrar un potencial que hizo que en 2015 el Valencia pusiera sus ojos en él, aunque la experiencia no fue positiva. “Era una época de turbulencias y entre mis lesiones y los cambios de entrenador no tuve muchos minutos”. Al menos, la experiencia a orillas del Turia le permitió “aprender un idioma nuevo que se habla en todo el mundo. Una cosa de la que estoy orgulloso es que fui a España y aprendí el idioma y me sumergí en su cultura”.
De regresó a Bélgica para jugar en el Genk, hizo amistad con la tenista Kim
Clijsters, novia por aquel entonces de su compatriota Lleyton
Hewit y con la que solía jugar a tenis: “Ella siempre me ganó, pero me gusta pensar que la hice luchar por la victoria”. Aún hoy los dos mantienen su amistad pese a vivir en continentes diferentes. “Le encanta el fútbol. Su padre era internacional belga y una vez me comentó que tenía piernas de futbolista”.
En el Brighton alcanzó su mejor nivel, siendo clave en la permanencia del equipo tras su regreso a la Premier, pero la pasada temporada su camino volvió a torcerse, viéndose obligado a buscar un nuevo destino: “O dejas que las malas experiencias te afecten o decides que las utilizarás para mejorar. He intentado hacer lo último”.
Source link