“Su trabajo tiene tanto valor nutricional como un happy meal de McDonald’s”. Así resumía un artículo de la revista Art Newspaper el juicio de la crítica sobre el artista norteamericano Brian Donnelly (más conocido por las siglas KAWS) al hilo de What Party, su retrospectiva que hasta septiembre puede verse en el museo de Brooklyn. Sin embargo, no parece que la opinión de los críticos de arte haya pesado negativamente sobre un autor –reconocible por sus figuras antropomórficas con ojos en forma de aspa- cuya obra ha llegado a venderse en subasta por 15 millones de dólares, y que ha convertido esta exposición en uno de los acontecimientos culturales más populares de la temporada en Nueva York.
El trabajo de KAWS puede verse en museos y también forma parte de colecciones privadas como SOLO (en Madrid), aunque dados sus orígenes callejeros se le suele aplicar la etiqueta de street art, un tipo de obra artística caracterizado por mostrarse en el espacio público, por lo general urbano. Fachadas de edificios, vagones de metro y tren, o incluso monumentos, han sido soportes habituales de este modo de expresión cuyo origen suele fijarse a mitad del siglo pasado, aunque a partir de los años ochenta logró un fuerte impulso gracias a la comunidad de jóvenes guerrilleros artísticos que afloraba en Manhattan y alrededores.
En aquellos tiempos resultaban difusas las líneas que separaban creación de vandalismo, e incluso muchos se preguntaban, para empezar, si unos grafitis o unos murales furtivos podían considerarse arte. Ahora la pregunta vuelve a plantearse, pero hay en ella nuevas connotaciones que tienen que ver con el cambio de estatus que representan KAWS y otros nombres afines.
Como explica Estrella de Diego, crítica, comisaria y catedrática de Arte Contemporáneo en la Universidad Complutense, ante todo hay que señalar una paradoja. “Si es street art, ¿qué hace en un museo?”, se pregunta. “Es algo que ya ocurrió con Keith Haring y con Basquiat, y que puso de manifiesto la contradicción del discurso sobre algo que supuestamente tiene como meta hacer tambalear el sistema, no complacerlo y trabajar para él. Ahora [estos artistas] no molestan a nadie porque se han estetizado, lo que es una pena. Me parece bien que entren en museos, que intervengan un espacio al que han sido invitados o lleguen a subastas, pero que cambien de nombre. ¡O que abran una tienda con sus productos, como hizo Haring en Nueva York!”.
En efecto, el norteamericano Keith Haring (1958-1990) abrió en 1986 su Pop Shop, un comercio que operó en Manhattan durante dos décadas. Como KAWS, Haring había comenzado su carrera haciendo grafitis en el espacio público de la ciudad, donde impuso su reconocible estilo deudor del cómic antes de obtener la validación de las instituciones. Estando ya enfermo como consecuencia del VIH, eligió para pintar su mural Todos juntos podemos parar el sida una zona especialmente degradada del barrio barcelonés el Raval, con la idea de que fuera una intervención efímera. Sin embargo, en 1992 el Ayuntamiento de Barcelona encargó la realización de un calco con el fin de preservarla. Convertida en pieza museística, la pintura se depositó en el Macba, e incluso se ha reproducido en otros emplazamientos.
El mercado y los museos han sido agentes fundamentales de legitimación del arte. Qué es o debe ser considerado arte es una pregunta que se ha planteado muchas veces y respondido otras tantas, pero si hacemos caso a la teoría institucional -formulada por el filósofo George Dickie hace más de cuatro décadas- no se trata tanto de qué es en sí mismo un determinado objeto como del entorno (el “mundo del arte”) en el que se presenta. Un pedazo de madera arrastrado hasta una playa por la corriente no será otra cosa que eso, pero si un artista lo expone como objeto encontrado en un centro de arte se habrá operado la transmutación. Esta teoría se pone a prueba cuando hablamos del street art, que se supone concebido justo para habitar fuera de las instituciones. ¿Niega esto su valor artístico, entonces? Pues, en primer lugar, nadie ha dicho que el “mundo del arte” excluya las calles de la ciudad.
Pero esto no es todo. Miguel Zugaza, director del Museo de Bellas Artes de Bilbao –antes lo fue del Museo del Prado-, también resalta la discordancia que opera en este ámbito. “El museo debe registrar esas intervenciones callejeras pero no sustituir su sentido y ubicación originales”, afirma. Y no parece confiar demasiado en la autoridad actual de los museos para desempeñar su papel legitimador. “Sospecho que hoy en día los medios de comunicación tienen más capacidad que los museos para decidir lo que es arte o no ante las grandes audiencias”, reflexiona. Sobre el caso específico de Banksy, al que compara con el español El Roto, añade: “Creo que es un ilustrador excepcional, y sin duda también un gran publicista. Sus imágenes y mensajes provocan perplejidad por la forma imprevista de su aparición y son siempre de una enorme eficacia”.
La mención a la publicidad nos traslada al ámbito del mercado, que en cambio sí ha demostrado su eficacia como emisor de determinados mensajes. Banksy ya era un artista popular cuando una obra suya se autodestruyó en plena sala de subastas de Sotheby’s minutos después de que cayera el mazo por un precio superior al millón de euros, pero aquella acción marcó un antes y un después en cómo el público percibía su trabajo. En cuanto al arte digital, no parecía interesar demasiado antes de que se difundieran los precios desproporcionados que alcanzaron ciertas piezas de NFT (una unidad no fungible, un ítem digital único) firmadas por Beeple.
“De todo lo que estamos viviendo con el NFT, creo que hay una parte que ha venido para quedarse, aunque hay que separar el grano de la paja”, opina Sergio Sancho, director de la feria Urvanity, que celebrara su quinta edición del 27 al 30 de mayo en el madrileño COAM. Urvanity es la única feria de nuestro país especializada en este tipo de manifestaciones artísticas. Entre las galerías que allí se reunirán destacan Cerquone Gallery, Swinton Gallery, Badr El Jundi o La Gran.
La feria se define como “una plataforma de difusión del Nuevo Arte Contemporáneo”, y Sancho tiene claros sus objetivos. “Una de nuestras principales misiones es acercar al público determinadas expresiones que no estaban siendo consideradas en otras ferias”, explica. “Dándole visibilidad sabemos que el reconocimiento de muchos de estos artistas por ese establishment llegará antes o después. Por otra parte, no sé si hay que hacer mucho caso a los fenómenos mediáticos, pues la prensa va buscando la noticia y esto conlleva que la gente termine pensando que es un mundo muy banal”.
El diagnóstico de Estrella de Diego es palmario: “Todo este ruido forma parte de esta sociedad tardocapitalista que convierte en noticia y deglute todo lo que lleva pasando décadas. Hoy es, sencillamente, una moda pasada de moda”. Confiar en los mecanismos del mercado para otorgar el estatus de obra artística responde a unas lógicas que nos llevan al terreno del liberalismo económico. Y puede argumentarse que esas son precisamente las lógicas a las que se espera que se oponga el street art.
Begoña Torres es la actual directora del Museo Lázaro Galdiano, que acoge una colección de arte eminentemente clásico (con obras de El Greco, Zurbarán, Tiepolo o Goya), pero antes estuvo una década al frente del centro de arte de La Tabacalera de Madrid, donde llevó a cabo proyectos como Muros (que convertía las paredes del perímetro exterior del patio del edificio en espacio de arte urbano) e Intramuros (encuentros internacionales en torno a este movimiento artístico), con los que dio plena libertad para que desarrollaran sus propuestas un total de 32 artistas, entre el colectivo Boa Mistura o Iñigo Sesma.
“Para mí el street art es aquel en el que el artista reflexiona sobre la misma sociedad en la que se encuentra inmerso, a través de un arte comprometido y rupturista”, define. “Todos estos fenómenos que se desarrollan en la calle suscitan cierto debate sobre si deben ser considerados como arte o no, ya que pivotan en una delgada frontera entre la expresión estética, política o social, y la posible profanación del patrimonio arquitectónico y de la propiedad privada”.
En este sentido, y solo en nuestro país, pueden citarse algunas polémicas intervenciones recientes. Es el caso de Okuda, que pintó en su habitual estilo colorista un faro en Ajo (Cantabria) entre fuertes críticas de expertos en patrimonio artístico de las que se defendió aludiendo al incremento de la afluencia turística. O de los citados Boa Mistura, que de nuevo aportaron una piel multicolor a un austero edificio de hormigón del arquitecto Miguel Fisac en Getafe (Madrid), alterando sustancialmente su aspecto. Al respecto, Sergio Sancho opina que la última palabra aquí deberían tenerla los expertos: “El proceso lógico de las intervenciones en el espacio público es mediante la aprobación de una comisión local de Patrimonio o de Paisaje Urbano. Por lo tanto les corresponde a ellos tomar este tipo de decisiones”.
Lo que no exime a los propios creadores. Se entiende que cierta sensibilidad con el patrimonio sí debería formar parte del bagaje con el que un artista se presenta ante el público y por tanto actúa, por muy incendiario que sea su mensaje político (cuando lo sea). Estrella de Diego valora estos casos desde un laconismo bastante revelador: “No he seguido las noticias de cerca, de modo que no opino, aunque imagino que también es interesante el hecho de que no las haya seguido”.
“No todo se puede medir por el mismo rasero”, aporta Begoña Torres. “Desde mi punto de vista el ser artista urbano requiere también importantes compromisos, tanto políticos como éticos, así como una atención permanente a la actualidad. Es un modo de vida, un programa de resistencia muy eficaz contra la uniformización que nos rodea, en una acción que es a la vez activista y crítica”.
Es cierto que ese espíritu crítico, esa voluntad por cuestionar el statu quo, ha estado en el ADN de este tipo de arte desde sus orígenes. Y a costa de determinados riesgos, que van desde la imposición de multas hasta la propia integridad física del artista. Estrella de Diego indica que, si debe destacar alguna de sus manifestaciones, se queda con “los grafiteros anónimos que se juegan la vida para dejar su huella en lo alto de los edificios de São Paulo: su trabajo solo se puede ver desde la autopista”.
Lo que parece claro es que un determinado soporte o unos medios técnicos concretos no son por sí mismos los que determinan que algo sea arte o no lo sea, ni que resulte tan nutritivo como una hamburguesa industrial o como un filete de salmón salvaje. Pero esto no es ninguna novedad. “El día que a un museo le deje de interesar el arte allí donde se produce, dejará de servir para el fin con el que fue creado como institución pública”, zanja Miguel Zugaza. “De la misma forma, pienso que no debemos confundir el arte con la tecnología. Los hermanos Van Eyck revolucionaron el arte universal con la pintura al óleo, no por la novedad de la nueva técnica sino por el asombroso partido que fueron capaces de sacar de ella para crear obras como el Matrimonio Arnolfini o el Políptico de Gante”.
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