Para describir un ululo, zureo o bisbiseo existen onomatopeyas y analogías. Pero antes que el léxico, lo que hace falta es conocer y saber estar en la naturaleza. Carlos de Hita hace con el sonido lo mismo que muchos columnistas con la vida: caza un detalle y cuenta una historia. “Una lluvia que empapa y no suena, más allá de un murmullo imperceptible de millones de gotas que caen de los árboles. Es la lluvia horizontal que destila niebla persistente, el aire convertido en agua”, es la macrofotografía sonora que el sonidista y autor de Viaje visual y sonoro por los bosques de España (editorial Anaya Touring) captura del bosque de los tilos y barranco del agua en la isla canaria de La Palma. El suyo es un libro estéreo. A través del escaneado de unos códigos QR con un teléfono móvil, el lector puede escuchar lo que lee. Estos registros visuales y acústicos los realiza equipado con micrófonos y un grabador digital. Cuanto más cerca está de la fuente, más lucen sus sonogramas. Una representación gráfica del sonido contenida en 74 códigos QR y dibujos abstractos de los tonos y del volumen del entresijo de un canto forestal.
Carlos de Hita absorbe con su micro hasta el silencio de los hayedos de Liébana, en Cantabria
En los bosques, salas de conciertos al aire libre, se ocultan tenores invisibles: lobos, linces, urogallos y osos. Aullidos, maullidos, cacareos y gruñidos no siempre posibles de escuchar. Sin paciencia no hay micrófono ni grabadora que los capte para su reproducción. Más fácil, en cambio, es asistir como público a la berrea en la raña de Cabañeros, en Ciudad Real. Bramidos ensordecedores y entrelazados de los ciervos machos en celo. Discusiones a voces y a cornadas delante de las hembras que tosen broncamente para disimular.
De Hita pasa más tiempo montando todo lo grabado en su estudio que a la intemperie. Bajo el cielo, al raso, entre árboles y rocas, lleva 30 años al acecho de zumbidos, melopeas, crocitares y cualquier sonido que se propague en esas arboladas cajas de resonancia que son los bosques. Los habitantes de los mismos son a la vez músicos, instrumentos y proveedores: leña, carbón, madera y corcho. Navarra y Gipuzkoa comparten la sierra de Aralar y el valle de Sakana, bosques flotantes y restos de naufragios. Con la madera de sus robles, pinos albares, olmos, encinas, hayas y abetos se construían quillas, rodas, codastes, cuadernas, varengas, remos y la mastelería de los navíos que surcaban los mares cuando España era lo que hoy unos pocos añoran. Y los cabos los hacían con el cáñamo. De la superficie mullida de los alcornoques del gaditano monte de La Almoraima proviene el corcho con el que los bodegueros catalanes hacen los tapones de las botellas de cava.
Cada bosque tiene sus sonidos y momentos. El tamborileo del percusionista pájaro carpintero, un trueno que estalla en el cielo y retumba por las laderas rellenando todos los espacios y recovecos, o los roces de cuernas contra las ramas y las gotas de agua escurriéndose por las hojas son algunos de los grandes éxitos de la naturaleza. Son sonidos estridentes, rápidos, líquidos, rechinantes y otros muchos más adjetivos. La oscuridad, la humedad y el frescor de la atmósfera facilitan su propagación. También la niebla hace que todo suene mejor, sordo y silencioso. Un concierto coral, desafinado, descompasado y sin batuta que dé entrada a la orquesta. Ruido que se convierte en música, cada vez más monocorde, a oídos de naturalistas como De Hita, Joaquín Araújo o el desaparecido Félix Rodríguez de la Fuente.
Carlos de Hita reflexiona escuchando. El resultado es un libro en el que las páginas aúllan, berrean, charlotean y emiten cientos de sonidos más. Al cerrar los ojos las voces de la naturaleza nos sitúan en un espacio estéreo que vemos de oídas. Sin la existencia de los bosques que ha grabado, ni se hubiera podido hacer su libro ni respiraríamos.
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