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Debates electorales e ‘infopocalipsis’

EL PAÍS

Ni vivimos en la república deliberativa habermasiana ni bajo la hegemonía del infopocalipsis, que es como Aviv Ovadya denomina al “fallo catastrófico del mercado de las ideas”, esa situación en la que “nadie se cree nada y todos creen las mentiras”. En nuestras democracias contemporáneas probablemente estamos todavía en una situación intermedia. No puede afirmarse que haya desaparecido la deliberación racional, pero tampoco están ausentes importantes amenazas a nuestra capacidad para entendernos, aquello de lo que tomamos conciencia a partir de los debates en los que Trump apareció como uno de los interlocutores. Un buen ejemplo de lo primero fue el reciente debate entre los portavoces parlamentarios de los diferentes partidos; lo segundo estuvo ya más presente, salvando todas las distancias, en el de Feijóo y Sánchez. No porque uno presuntamente hiciera trampas y el otro no —ninguno fue sometido a un fact-check en tiempo real—, sino porque el objetivo desde el principio, por parte de ambos, era apabullar al contrario, arrinconarlo con armas destinadas a mostrar su superioridad expresiva y de talante, no la de sus argumentos respectivos.

El resultado lo conocemos todos, lo que quizá se ignore es toda la sofisticación que acompaña a la preparación de algo así. La comunicación política es hoy un inmenso laboratorio cada vez más en manos de psicólogos cognitivos y del comportamiento, y expertos en gestión de las emociones y de la imagen. Los politólogos somos comparsas. Lo que importa es el cómo se dicen las cosas, no el qué se dice. Las ideas requieren tiempo para ser digeridas, las sensaciones son inmediatas. Por eso el discurso se llena de eso que Homero calificaría como “aladas palabras”, aquellas cuya función reside sobre todo en tener una repercusión sobre el oyente; lo que importa es su efecto, no su contenido intrínseco. Son las que vuelan directas al interior del estómago o el corazón del espectador. Palabras e imágenes.

No se hace porque sí. Es bien sabido que en nuestra cultura mediática la atención es directamente proporcional a la intensidad de la desavenencia. Solo el disenso produce espectáculo. Por eso tienen tanta presencia en nuestro espacio público las hipérboles populistas, porque se emiten sobre un terreno ya abonado para acogerlas. Aunque en el proceso desaparezca la información precisa y confiable. El bombardeo de visiones antagónicas o discordantes sobre lo que sea verdadero acaba degenerando en la aceptación de aquella visión que encaja con lo que se siente que es real o es emitida por los nuestros. A la disputa ideológica la ha sucedido así la disputa por construir realidad. Lo que hay que plantearse es si tiene sentido discutir en ausencia de un mínimo de realidad compartida. O el efecto que esto tiene para la confianza en la política: si todos acusan al otro de mentir, ¿en quién podemos confiar? No deja de ser curioso que en esta infocracia en la que vivimos, donde todo es información, datos, conocimiento, tecnología, al final haya tanta discrepancia sobre la verdadera naturaleza de lo que acontece.


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