Deconstruir-reconstruir la historia de “La 1ª Transformación” | Artículo

Julio Moguel

I  

Se acerca la hora de conmemorar los 200 años de la consumación de la Independencia. La fecha precisa será el próximo 28 de septiembre, un día después de que el Ejército Trigarante entró triunfante a la ciudad de México.

Conviene –como ya lo han venido sugiriendo o marcando en esa perspectiva algunos investigadores de buena pluma y el presidente AMLO– acompañar un proceso deconstructivo-reconstructivo de esa magnífica historia. Marcando distancia con respecto a algunos “vicios” o “sentidos comunes” que no alcanzan a “descubrir” o a comprender las fuentes nutricias ni el desarrollo cabal del mencionado proceso.

Empecemos por decir que tenemos que hacer a un lado la historia lineal, con marca de “genealogía”, en la que en línea recta, sobre el tiempo, la “1ª Transformación” explica a la 2ª, la 2ª a la 3ª y la 3ª a la 4ª. Que hay articulaciones históricas de registro que hay que delimitar en esa línea diacrónica nadie lo duda. Pero la historia no tiene un flujo secuencial en el que se ubique “el origen” y sus productos subsecuentes, pues lo único que se logra bajo esos parámetros es moverse en una especie de “filosofía de la historia”, o en el marco de un marxismo que todo lo explica o lo quiere explicar en las “determinantes de última instancia” de la base económica de los procesos históricos.

El colmo de esa manera de concebir los procesos históricos es cuando entra en juego “la dialéctica”, esquema vacío en el que se puede cobijar prácticamente cualquier tipo de interpretación.

Hay que hacer a un lado pues la concepción “arbórea” de la historia, para inscribirnos en sus realidades rizomáticas o metastásicas, y en el peso que en cada momento tiene o puede tener lo contingente y lo azaroso “del acontecimiento”. La reconstrucción de esa historia no puede hacerse entonces en sus líneas de “necesidad”, y tampoco puede basarse solamente en “el dato duro”, pues muchas de las fuentes –incluyendo aquí por supuesto las estadísticas– son en sí mismas, en mucho de los casos, esquemas marcados por una especial o específica connotación ideológica o política que pueden servir más para “hacer la historia de los vencedores” que para permitir una comprensión cabal de los hechos que se juzgan. (Ya Guillermo Bonfil desenmascaraba el hecho de que “contar” estadísticamente a los indígenas “por la lengua” era en realidad una especie de “etnocidio estadístico”).

Solemne y pacífica entrada del ejército de las tres garantías a la ciudad de méxico el día 27 de septiembre del memorable año de 1821, ca. 1822. Obra anónima. Óleo sobre tela. Museo Nacional de Historia, Secretaría de Cultura, INAH

Solemne y pacífica entrada del ejército de las tres garantías a la ciudad de méxico el día 27 de septiembre del memorable año de 1821, ca. 1822. Obra anónima. Óleo sobre tela. Museo Nacional de Historia, Secretaría de Cultura, INAH

II

 Una de las interpretaciones “influyentes” que es necesario hacer a un lado es –ha sido– la del historiador Enrique Krauze, representante y cabeza de una corriente del pensamiento que se extiende aún con no poco peso sobre muy diversos circuitos académicos o intelectuales del país.

Uno de sus libros más conocidos sobre el tema es Siglo de caudillos: biografía política de México (1810-1910), publicado en 1994 por la editorial Tusquets.

De obras como la mencionada el –más que importante, indispensable– historiador Eric Van Young (La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821, FCE, 2001) ha dicho, refiriéndose a Krauze:

En la historiografía romántica/nacionalista […] se ha descrito a la población indígena […] como si hubiera acudido en masa en pos de la bandera de la Guadalupana, movidos por una especie de reflejo pavloviano. Según esta interpretación, lucharon codo a codo con los cabecillas criollos de la independencia, formando una alianza situada más allá de las clases y las etnias, para hacer realidad un México independiente, visión articulada desde la élite y más o menos común a todos.

Eric Van Young apunta aquí en el sentido correcto: la insurrección independentista tuvo su fuente básica y nutricia en la vida y en la cultura de los pueblos, “sujetos que seguían siendo predominantemente indígenas en su conformación sociocultural a finales del siglo XVIII”, considerando entonces “al pueblo” como la verdadera fuerza motriz del cambio revolucionario.

Desde esta perspectiva, resulta decisivo pensar que “la 1ª. T” de México no comienza con el tañer de la campana por el cura de Dolores, en 1810, ni se consuma con la promulgación de la independencia por parte de Iturbide en 1821. Esta concepción que “blanquea” los rostros de los personajes significantes del proceso es discriminatoria, racista, patriarcal, escondiendo los sujetos cobrizos y negroides que fueron en los hechos el motor revolucionario del proceso.

III

No basta esta línea de concepto para rearmar las piezas del gran rompecabezas de la “1ª Transformación”. También hay que hacer a un lado la idea, manejada por el buen historiador Van Young, de que la guerra independentista “fue un producto del campo mexicano” en el que “la ciudad” prácticamente tuvo un papel cercano a cero, inscrita en “una pasividad […] donde el populacho no se levantó para apoyar la rebelión de Hidalgo […]”

Quepa aquí subrayar, en contra de lo que dice nuestro historiador, el enorme y significativo peso que tuvieron justo algunas de las ciudades de la Nueva España –la ciudad de México en particular– en la 1ª Gran Transformación de México.

No parece ser un dato menor, en el análisis del proceso independentista, la importancia que tuvieron las conspiraciones y redes organizativas que se desarrollaron y fincaron en ciudades como Valladolid (hoy Morelia) o en Querétaro.

Pero la información que se tiene habla de la existencia de redes urbanas que, en ciertos espacios amplios de la geografía novohispana, cobijaron no sólo a criollos o mestizos disidentes y rebeldes sino también a núcleos populares que “actuaban a su modo” en contra del Imperio.

Un dato relevante de ese vínculo entre una cierta “intelectualidad” y/o clase media o media alta de criollos y mestizos con lo que Van Young define simple y llanamente como “el populacho” se expresó con toda claridad en las elecciones que se desarrollaron para el nombramiento de los diputados de la Nueva España a las Cortes de Cádiz en 1812, donde la votación, justo en la ciudad de México, fue abrumadoramente mayoritaria para los candidatos “disidentes” (simpatizantes o activos de la Independencia), entre ellos algunos integrantes de Los Guadalupes.

Los vínculos que llegaron a tener Los Guadalupes –organización clandestina de gran significación, dominantemente urbana y asentada básicamente en la capital de la Nueva España– con los jefes revolucionarios “rurales” fueron en muchos sentidos determinantes para que se lograra la liberación. El tema da para mucho, pero queda aquí sólo como un señalamiento que es necesario revisar y profundizar.

No sobra decir que en estas redes clandestinas urbanas las mujeres jugaron un papel decisivo, no menor al empuje que tuvieron las mujeres rurales. Este es otro, y no menor, de los elementos que tienen que registrarse y reconstruirse para el esfuerzo colectivo que nos lleve, decíamos, a deconstruir-reconstruir la historia de la Independencia de México.  Haciendo a un lado, si se me permite decirlo, lo que se impone como una gran piedra que pesa como una montaña en nuestras ideas y conciencia, a saber, la nunca bien identificada y considerada “historia patriarcal”.


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