Después de los asesinatos de George Floyd y Breonna Taylor a manos de policías el verano pasado, gran parte del mundo descubrió el concepto de “desfinanciar la policía”. Esta expresión concreta no era de uso habitual ni siquiera entre los activistas del movimiento, pero eran tres palabras fáciles de escribir en una pancarta o como etiqueta en las redes sociales y que capturaban un gran cambio de dirección en el debate sobre cómo acabar con los abusos policiales. Se acabaron las demandas de más dinero para la formación de agentes, la modernización tecnológica o la supervisión de la policía. Aquel instante representó el rechazo a las reformas “de procedimiento” incluidas por el grupo de trabajo sobre la labor policial en el siglo XX formado por el Gobierno de Obama, que muchos departamentos de policía adoptaron con gran entusiasmo. Eran unas reformas pensadas para “restablecer la confianza de la población en la policía”, sin abordar la cuestión de que se ha ampliado drásticamente el uso de la policía para gestionar una serie de problemas sociales que se han dejado enconar durante 40 años, como la gran cantidad de gente sin hogar, el fracaso escolar y la falta de tratamiento para los problemas de salud mental y drogadicción. La policía de Mineápolis —incluidos los agentes involucrados en el asesinato de George Floyd— había implantado todas esas reformas, con medidas como cursillos de formación sobre los prejuicios implícitos y para aprender a reducir tensiones, así como la práctica de la meditación y la concentración; los agentes llevaban cámaras corporales y debían actuar con arreglo a una nueva política de “uso de la fuerza” que daba prioridad a la “inviolabilidad de la vida”. Ninguna de esas cosas sirvió para nada. La vida de George Floyd, sencillamente, no les importó.
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También se ha abandonado la idea de que todo esto se puede resolver despidiendo o enviando a prisión a unos cuantos agentes de policía. Aunque las familias y las comunidades que más han sufrido la violencia policial desean algún tipo de justicia, cada vez está más extendida la idea de que meter en la cárcel a unas cuantas “manzanas podridas” no va a cambiar verdaderamente la forma de actuar de la policía. El sistema legal penal se creó para permitir la violencia policial, no para contenerla, por lo que no debe extrañar que ese mismo sistema disculpe los asesinatos cometidos por sus agentes. E, incluso en las raras ocasiones en las que se condena a un agente, existen pocos motivos para pensar que la labor policial va a cambiar esencialmente por ello. Hace dos años que condenaron a Jason Van Dyke por el asesinato de Laquan McDonald y en Chicago nadie ha visto la asombrosa transformación de su departamento de policía.
El objetivo de este nuevo movimiento es más radical. Cada vez más activistas en comunidades muy vigiladas por la policía son conscientes de que la violencia es inherente a la labor policial y de que, por tanto, una de las maneras de reducirla es disminuir de todas las formas posibles nuestra necesidad de fuerzas de policía. Eso no quiere decir que alguien vaya a darle mañana a un interruptor para que la policía desaparezca por arte de magia. Eso es lo que aseguran los partidarios de “apoyar a la policía” para atemorizar a la gente que cree, porque así se lo han dicho, que la policía es el único instrumento capaz de garantizar la seguridad pública. Pero ese interruptor no existe, como tampoco hay ninguna administración local que vaya a eliminar la partida policial en el presupuesto para el próximo año. Lo que la gente está pidiendo es un proceso en el que se desarrollen alternativas concretas a la policía que garanticen mejor la seguridad de las comunidades y en el que se quiten recursos a los departamentos de policía para financiarlas.
En el fondo se trata de un movimiento en defensa de la seguridad pública, encabezado sobre todo por mujeres negras que han sufrido una profunda inseguridad en su vida y para quienes la policía ha sido de escasa ayuda o incluso ha contribuido a agravar el problema. Muchas mujeres han renunciado ya a llamar a la policía en busca de protección. Para ellas, la seguridad no la representa una persona con una placa oficial y una pistola que quizá va a aterrorizarlas, criminalizarlas o ignorarlas todavía más. La seguridad está en ayudar a las familias y a ofrecer alternativas a las mujeres y los niños. Y eso significa invertir en centros de apoyo a las familias, viviendas estables y ayudas económicas, así como formas de hacerse independientes para quienes las deseen. También significa crear equipos de crisis locales, formados por miembros de la comunidad local entrenados para afrontar posibles situaciones volátiles sin recurrir a la violencia.
En los últimos 40 años, Estados Unidos ha seguido una política de liberalización económica que ha ejercido una enorme presión sobre las comunidades locales para que subvencionaran a los sectores económicos capaces de competir en el mundo, con la esperanza de que el éxito de esas industrias permitiera que parte de su riqueza se repartiera en cascada y generara prosperidad para todos. Este sistema neoliberal exige que esas comunidades impongan medidas de austeridad para compensar las exenciones tributarias y los demás incentivos que se ofrecen a esos sectores, lo cual deja escasos recursos disponibles para el bienestar público. El resultado no ha sido el beneficio económico para todos. Al contrario, ha sido una inmensa desigualdad: por un lado, una nueva clase de milmillonarios y, por otro, una población cada vez mayor de pobres y unas instituciones fallidas. Esta desigualdad ha provocado el aumento de los grupos vulnerables, de cuyas estrategias de supervivencia se dice que son problemas delictivos, de orden público y de fracaso moral que es necesario abordar con una labor policial intensa y agresiva.
Lo que hace falta no es una respuesta policial más profesional a estos problemas, sino empezar a destinar recursos a ayudar a las comunidades y las personas que han quedado al margen de la economía globalizada y a las que se criminaliza cuando intentan sobrevivir. Esto se traduce en la despenalización de las drogas y el trabajo sexual, la inversión en planes de empleo para jóvenes, la creación de más servicios comunitarios de salud mental y drogadicción, la reincorporación de orientadores, profesores de apoyo y programas de calidad a nuestros colegios y la inversión en programas comunitarios para acabar con la violencia. Las comunidades saben lo que hace falta para tener seguridad sin depender de la policía. Ya es hora de que les demos los recursos necesarios para hacerlo.
Este es un texto escrito para ‘Ideas’ por el sociólogo Alex S. Vitale (Houston, 1965) al hilo de la publicación de su último libro, ‘El final del control policial’, de Capitán Swing.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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