Déjalo estar, Greta Thunberg

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Había dejado el hotel porque me iba después de dar una conferencia por la tarde, así que hice tiempo paseando por los campos después de comer. Era un pueblo medieval (bueno, renacentista y reconstruido en estilo indefinido, algo así como castellano), era sábado y estaba a tope de madrileños atraídos por el olor a lechazo, que se embaulaban por kilos en los mesones abarrotados. Empezó a lloviznar y se me frustró el paseo. No me apetecía apretarme en un mesón, así que me metí en el coche, abrí un libro y sesteé un rato.

El coche estaba en una explanada usada como aparcamiento, en un sitio de paso muy concurrido. Al principio pensé que la gente me miraba a mí, reprochándome la impudicia siestera, pero pronto me desengañé: miraban el coche de al lado. Se paraban un instante y lo ponderaban con admiración. Qué cochazo, macho. Joder, es un Mustang, decían entre silbidos y versiones Forocoches del síndrome de Stendhal. Eché cuentas y calculé que ocho de cada diez paseantes le hacían alguna cucamona al auto. Algunos se retrataban apoyados en el capó (que se vea bien la marca, ¿eh?) y un padre muy paternal le explicó al hijo, en tono epifánico, como se dicen las cosas importantes que serán recordadas toda la vida: este bólido vale más que nuestra casa, chaval, menudo pepino.

Me saqué el carné a los treinta y, cuando alguien me pregunta qué coche tengo, respondo que uno blanco. El culto al motor me es tan ajeno como la poesía en lengua !kung, por lo que me sentí un poco antropólogo desde mi puesto de observación camuflado.

Casi me había creído lo de la transición ecológica y que los jóvenes van en patinete y que el coche es un fósil del violento y despreocupado siglo XX. Hasta que me fijé en el brillo de los ojos de quienes adoraban al Mustang. Me dieron ganas de escribirle una carta en papel reciclado a Greta Thunberg. Querida Greta: desiste, bájate del catamarán, no hay nada que hacer. Había en esas miradas la misma hambre de aquellos españoles que hacían horas extras para pagar las letras del seiscientos, la misma fe desarrollista. La insignia del capó no era un caballo, sino un becerro de oro, y contra los ídolos solo valen los profetas barbudos que dominan el trueno y abren los mares. Demasiado trabajo para una sola niña.

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