Del estudio de Sherlock Holmes a la casa de Dickens, viaje literario por Londres


Pocas frases tan célebres como la pronunciada por Sherlock Holmes a su ayudante: “Elemental, querido Watson”. Si bien tal latiguillo no lo escribió sir Arthur Conan Doyle; apareció por vez primera en la película de 1939 Las aventuras de Sherlock Holmes (nueve años después del fallecimiento del autor). Alto y espigado, el personaje vio la luz en 1887, en Estudio en escarlata (protagonizó tres novelas y 56 cuentos). ¿Sus aficiones? La apicultura, el boxeo, tocar el violín. ¿Sus hábitos? Comer galletas e inyectarse cocaína en casa, en el 221B de Baker Street, en Londres, que comparte unos años con Watson. ¿Su enemigo? El profesor Moriarty, líder de la criminalidad europea, que tiraría al detective por las cataratas del Rin en El problema final. Pero Doyle, empujado por las protestas y súplicas de sus lectores, resucitaría a su personaje, hoy más vivo que nunca.

Tanto es así que cuando uno se aproxima a la calle Baker, bautizada en recuerdo del constructor William Baker, quien la diseñó en el siglo XVIII en el distrito londinense de Marylebone, divisa una larga cola a cualquier hora del día para entrar en su número 221B: donde espera la casa-museo de Sherlock Holmes. Son turistas atraídos por este icono universal que resuelve misterios gracias a las más poderosas armas: la observación minuciosa y la capacidad de deducción. Una atracción que parece no tener fin y que el mundo del celuloide adaptó pronto, incluso con películas mudas, las cuales empezaron a popularizar al personaje concebido por un escocés, formado en la Facultad de Medicina, que se mudó a Londres en 1891, a los 32 años, para dedicarse, sin éxito, a la oftalmología y que se acabaría consagrando a la literatura.

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Una de las salas del Museo de Sherlock Holmes, en Baker Street (Londres). GIUSEPPE MASCI alamy

A la vuelta de la esquina, como quien dice, se erige desde 1999 una estatua del artista de John Doubleday dedicada al protagonista de El perro de los Baskerville. Y es que el personaje ya es una marca comercial, un reclamo turístico incluso para aquellos que ni siquiera hayan leído una línea de Doyle. Así, el Sherlock Holmes Museum tiene una intención más orientada al negocio que a lo cultural. Las 15 libras que cuesta la entrada a esta casa de estilo georgiano resulta algo caro después de tener que aguardar en la calle, pues acceden grupos cada 10 minutos, y una vez dentro los espacios angostos hacen casi imposible moverse cómodamente e entre los curiosos. Hay por doquier figurantes vestidos como en las narraciones: un típico gendarme inglés de finales del siglo XIX da la bienvenida, hay muchachas disfrazadas de criadas, y un mayordomo que hace de anfitrión dirige unas palabras en el primer piso, el estudio de Sherlock Holmes y Watson que compartieron de 1881 a 1904. Eso sí, el trabajo de ambientación es impecable. La imagen es del todo fidedigna cuando se observan los mil y un detalles que inundan ese despacho y otros espacios, con libros, utensilios de química y piezas de vestir. La habitación de Watson está en el segundo piso, al lado de la de la Sra. Hudson. Unas estancias que se usan ahora como salas de exposiciones. En la del ayudante del detective se pueden hojear libros, fotografías, grabados y periódicos de la época, mientras que en una esquina del cuarto del ama de llaves se encuentra un busto de Sherlock Holmes, además de una colección de objetos del detective y una selección de cartas que fueron recibidas a nombre del mismísimo Holmes. Pero sin duda lo más friki es la habitación en la que se presentan diversos maniquíes de cera tomando la forma de cadáveres extraídos de los relatos más célebres del investigador y otras figuras que encarnan a Moriarty y más personajes.

El final del recorrido desemboca en la tienda de recuerdos, que muestra todo lo imaginable relacionado con la obra de Doyle, que por cierto siempre quiso ser distinguido más por sus novelas históricas que por las detectivescas. Aunque la fama de estas llegaría tan lejos que su creador explicó que recibía cartas pidiéndole autógrafos de sus personajes. Y el museo londinense es un claro ejemplo de esa fusión entre lo real y lo ficticio.

Navidades dickensianas

Como real y ficticio es el vínculo entre la Navidad que Charles Dickens inventó y la que tenemos todos en mente como arquetípica. Con su obra Canción de Navidad (1843), más otros cuatro relatos navideños, quiso en esa época “despertar algunos pensamientos de afecto y tolerancia, si bien estos nunca llegan a destiempo en una tierra cristiana”, como apuntó el mismo Dickens. Todo lo relacionado con su vida y su invención navideña es posible disfrutarlo en el número 48 de Doughty Street, en el barrio londinense de Bloomsbury: ahí está el hogar en el que escribió Oliver Twist, parte de Los papeles póstumos del Club Pickwick y Nicholas Nickleby. Se puede recorrer su estudio, las habitaciones de la familia y los cuartos de servicio entre mil y un tesoros, como los manuscritos de las novelas citadas, el anillo de compromiso de su joven esposa, sus muebles, vajillas, retratos, bustos de mármol, adornos, pinturas y objetos de porcelana. Se mudó aquí con su mujer, Catherine, unos meses antes de que la reina Victoria comenzara su reinado en 1837. La pareja crio a los 3 mayores de sus 10 hijos en la casa, y también organizaron muchas cenas y fiestas a las que acudían algunos de los escritores, actores y agentes teatrales más importantes del momento.

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El comedor en la casa-museo de Charles Dickens en la capital británica. OLI SCARFF getty images

En Navidad, además, se pueden presenciar representaciones que hablan de si un avaro moderno es capaz de cambiar sus costumbres o si el espíritu de estas fechas es lo suficientemente fuerte en nuestro tiempo como para mostrarnos la importancia de la amabilidad.

Será un placer mayúsculo recorrer este museo para todo aquel que tenga curiosidad acerca de cómo se vivía en el segundo tercio del siglo XIX, y no digamos para el admirador de Dickens, como le ocurre al personaje que interpreta Matt Damon en Más allá de la vida (2010), dirigida por Clint Eastwood. El protagonista, un médium muy reservado que cree tener una maldición y que se siente próximo de aquellos que han tenido experiencias cercanas a la muerte, se entretiene escuchando audiolibros del autor. Incluso el personaje, George, tiene un retrato de Dickens colgado en su apartamento y aprovecha un viaje a Londres para ver lo que hoy enseña el museo: alrededor de 100.000 objetos, incluyendo joyas como las ilustraciones originales de sus historias navideñas y la primera tarjeta de Navidad impresa del mundo, en 1843, y que muestra a una familia celebrando esta festividad.

Desde su casa se puede ir a pie a lugares que le inspiraron. Muy cerca aparece la calle Mount Pleasant, donde sitúa el hogar de la familia Smallweed en Casa desolada, “siempre solitario, sombrío y triste, cercado por todos lados como una tumba”. Girando en Farringdon Road está el pub The Betsey Trotwood, nombre de uno de los personajes de David Copperfield. Muy cerca se contempla The Old Sessions House, que sale en Oliver Twist, así como el patio empedrado de Bleeding Heart Yard, sitio clave en La pequeña Dorrit. Y así hasta una treintena de puntos que acaban en la catedral de San Pablo, que surge en muchas de sus obras y que conocía al dedillo.

Bloomsbury, bohemio e intelectual

Entre ambos puntos, la casa detectivesca y el hogar navideño, puede uno encontrarse, siguiendo en el barrio de Bloomsbury, con la placa que recuerda dónde vivió Virginia Woolf: en el número 52 de Tavistock Square, cerca del British Museum. El lugar es hoy el hotel Tavistock, pues el que fue hogar de la escritora y su marido de 1924 a 1939 fue bombardeado por los nazis poco después de que se mudaran. En la misma plaza hay desde 2004 un busto dedicado a la autora, en la esquina más cercana a la que fue su casa y seno de su editorial Hogarth Press, y también puede hallarse otra placa que conmemora que Dickens vivió en la llamada Tavistock House entre 1851 y 1860; allí escribió novelas como Tiempos difíciles o Historia de dos ciudades.

Merece la pena quedarse por la zona, pues no en vano Bloomsbury, desde tiempos de Woolf, se distinguió por ser un área bohemia e intelectual. Si se buscan libros y se quiere acompañar de riquísimos cakes, nada mejor que caminar 10 minutos hasta el 14 de Bury Place y entrar en la London Review Bookshop & Cakeshop, que presume de celebrar los mejores eventos literarios de la capital británica. Y a unas pocas manzanas está la preciosa, y con sabor antiguo, Jarndyce Antiquarian Booksellers (46 Great Russell Street), especializada en ediciones raras y en títulos de los siglos XVIII y XIX. Para comer por esas calles son muy recomendables el pequeño restaurante Honey & Co. (25 Warren Street), que sirve comida tradicional de Oriente Próximo, o el griego The Life Goddess (29 Store Street). En fin, hay que recargar fuerzas si se pretende luego ir de tiendas, curioseando en locales tan atractivos como Highland Store, que ofrece tejidos de la mejor calidad, y James Smith & Sons Umbrellas (53 New Oxford Street), fundado en 1830 y que vende paraguas tan curiosos como caros, todos, cuando menos, dignos de contemplar. Una tienda que el mismísimo Dickens debió conocer; él, acostumbrado a reflejar en sus escritos tanto a los más poderosos y adinerados como a los más miserables y desgraciados; él, que, como demuestra su libro Paseos nocturnos, se dedicaba a ocupar sus horas de insomnio caminando por las calles de Londres: para siempre inmortalmente literarias.

Toni Montesinos es autor de ‘La ofensiva K de Kafka. Un escritor sagrado y puro’ (Báltica, 2021).

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