Del lado de acá


Siempre digo que aprendí a leer dos veces: la primera, con seis años, me enseñó mi profesora Rosa en el colegio. La segunda, ya en el instituto y con 16, fue Julio Cortázar. En su Rayuela descubrí, como tantos adolescentes, una nueva forma de mirar al mundo y de estar en él, pero sobre todo una nueva manera de narrarlo.

Mis años de la ESO suenan al llanto de Rocamadour, a fiesta en Macondo y al silencio de la Biblioteca de Babel, porque después de Cortázar vinieron García Márquez y Borges, Carlos Fuentes y Vargas Llosa. Leyendo a los del lado de allá descubrí la belleza de una lengua que partió del lado de acá hace más de medio milenio.

Después de leerlos mucho, el año pasado, publiqué mi primer libro y lo hice con pena porque mi yo niña nunca tendría la gracia de los críos de Formas de volver a casa de Zambra. Y han sido muchas las sorpresas que me he llevado desde entonces, porque la generosidad de los lectores es infinita, pero uno de los mensajes que más ilusión me ha hecho en todo este tiempo llegó hace unos días y desde muy lejos. Lo firmaba una muchacha llamada Génesis que desde Masaya, en Nicaragua, me contaba que, “aunque nos separaba un océano” se había sentido “muy hermanada conmigo” al leer mi relato.

A mí me emocionó leerla a ella y en mi soberbia me sentí muy orgullosa por haber conseguido hacer universalizable un relato repleto de mancheguismos y que habla de una infancia entre paredes encaladas en blanco y añil. Pero, releyendo su mensaje, me daba cuenta de que el tanto no lo había marcado mi pericia relatora sino la realidad. De que nos separa, en efecto, un océano, pero nos unen una cultura y unos valores, nuestra querencia por los vínculos fuertes y nuestra manía de anteponer —aún y menos mal— lo afectivo a lo productivo.

Génesis no había empleado el término “hermanada” en vano, pensaba, y pensaba también en la sorpresa que me llevé cuando me anunciaron que iban a traducir el libro al alemán y en como creo que ellos lo mirarán con ojos de exotismo y no de vivencia aunque compartamos moneda y pasaporte. Como los Simones de mi libro, la Hispanidad es una familia extensa, humilde y rural que entiende poco de la realidad tecnificada y acelerada que quieren imponerle los que no son capaces de ver ya lo sagrado del mundo. Como La Mancha de mi relato, la Hispanidad es hoy periferia del mundo.

En el encabezado de su mensaje Génesis me preguntaba que dónde estaba enterrado el tío de mi madre, porque en el libro hablo de él. Era escolapio y murió muy joven durante una misión en Nicaragua en los ochenta. Y ella quería llevarle flores décadas después. Pueda finalmente hacerlo o no, su gesto encierra, además de un tremendo amor, la evidencia de que la Hispanidad no es solo un capítulo en nuestros libros de texto y la razón por la cual discutimos cada 12 de octubre. Que no se escribe solo en pasado, sino que cose en presente a millones de hispanos entretejidos por una lengua, una cosmovisión y unos valores. Que es la culpable de enseñarle a tantos adolescentes a lo largo y ancho del globo su propia lengua de ida y vuelta a través de la mejor literatura. Y de que, a miles de kilómetros de su familia de sangre, alguien le lleve un ramito de flores a la tumba del misionero que se dejó la vida en el lado de allá.

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