Del “somos todos americanos” al espectro de una Europa sin EE UU

“Somos todos americanos”, tituló el diario francés Le Monde en un editorial de portada el día después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington. El texto reflejaba la conmoción en Europa por las imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas y el Pentágono y los miles de muertos. Y era un testimonio de la comunión instantánea de los europeos con los estadounidenses.

“Había que expresar una solidaridad hacia todo el pueblo americano”, recuerda por teléfono Jean-Marie Colombani, entonces director de Le Monde y autor del editorial, “del mismo modo que ellos se expresaron cuando éramos nosotros quienes estábamos hundidos”.

La gente huía cuando la Torre Norte del World Trade Center se derrumbaba después de que el avión secuestrado golpeara el edificio.

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Veinte años después, la espantada del presidente Joe Biden en Afganistán y la derrota de Estados Unidos y de sus aliados en una guerra que empezó días después del 11-S redobla las dudas en Europa sobre la fiabilidad del paraguas protector estadounidense. En Europa egresa la discusión sobre la necesidad de una fuerza militar europea que permita a los socios actuar al margen de Washington. La hipótesis de que Estados Unidos se desentienda definitivamente de los problemas del mundo inquieta tanto o más de lo que hace dos décadas irritó la furia bélica del entonces presidente George W. Bush.

Se inauguraba el milenio y era un momento particular. Tras los atentados, como recuerda el profesor Bertrand Badie, especialista en relaciones internacionales, “se volvió a hablar, al menos en Francia, de Occidente, una noción que había desaparecido del vocabulario político”. Los ecos de los años noventa —una década que retrospectivamente puede parece prodigiosa pese a estar plagada de guerras, genocidios y desórdenes de todo tipo— seguían vivos. La perspectiva de la ampliación de la UE al este reforzaba la idea de que un final feliz de la historia era posible. Las intervenciones en los Balcanes habían convencido a muchos dirigentes de que las guerras justas existían, y funcionaban. Persistía la ilusión de un avance imparable de la democracia tras caída del Muro de Berlín en 1989.

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Durante los minutos del atentado, y durante los días y meses posteriores, muchos europeos creyeron que viajaban en el mismo barco que los estadounidenses. Hervé de Charette, ministro francés de Exteriores en los noventa, recuerda en una conversación con EL PAÍS: “Fueron los europeos, en la OTAN, quienes pidieron, en respuesta, la activación del artículo 5”. Este artículo del Tratado del Atlántico Norte obliga a considerar el ataque contra un miembro de la alianza como un ataque contra todos. “Fue”, añade, “una muestra de solidaridad con Estados Unidos y una constatación de la gravedad de lo ocurrido”.

Pero la “solidaridad ilimitada” que en aquel momento proclamó el canciller alemán, Gerhard Schröder, tardó poco en truncarse. Badie, autor del ensayo recién publicado Les puissances mondialisées (Las potencias mundializadas), comenta: “Hay algo que no osamos decir, y es que en Europa hubo, de manera más o menos escondida, no entre los líderes políticos sino en la opinión pública, reacciones de una cierta satisfacción al ver que la hegemonía americana se tropezaba”.

Una rosa colocada en el memorial del 11S de en 2019. En vídeo, cronología de los atentados del 11 de septiembre de 2001.EPV (JUSTIN LANE)

Bush, pese al artículo 5, actuó por su cuenta. “Nosotros, los europeos, no hicimos ninguna contribución intelectual”, apunta De Charette. “Fueron los americanos los que decidieron todo y, como se ve ahora, no era lo que había que hacer”.

La invasión de Irak acabó de romper cualquier ilusión de una comunión transatlántica. “La reacción estadounidense, que era absurda, cambió nuestra mirada”, constata Colombani. Los europeos ya no eran americanos. El problema es que los europeos tampoco estaban de acuerdo consigo mismos: Irak enfrentó a la Europa que apoyó a Bush a la Europa franco-alemana. Era el prólogo de dos décadas en las que, en la relación con los sucesivos presidentes de EE UU, se alternaría el horror con la fascinación: Bush, Obama, Trump, Biden… Se olvidaba a veces que, como mínimo desde el fracaso de Irak y la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, hubo una continuidad en la política de la primera potencia, un hilo común, entre el repliegue de las guerras de Bush y la reorientación hacia la región de Asia-Pacífico.

20 años después, la OTAN ha pasado de activar el artículo 5 a que el presidente francés, Emmanuel Macron, haya declarado que se encuentra en un estado de “muerte cerebral”. En Europa se pasó de mirar con espanto las políticas de seguridad de Bush que limitaban los derechos civiles tras el 11-S, como el Patriot Act, a adoptar sus propias leyes de excepción como las francesas tras los atentados de 2015. De un momento de impulso en la UE —el euro entraba en circulación, se perfilaba una política exterior y de seguridad común, Europa se reunificaba con la ampliación—, se pasó al riesgo de irrelevancia global ante los debilitados EE UU y la pujante China.

na bandera estadounidense entre los restos de las Torres Gemelas tras los atentados del 11-S en 2001.
na bandera estadounidense entre los restos de las Torres Gemelas tras los atentados del 11-S en 2001.ANDREA BOOHER / Andrea Comas

“El verdadero factor de la redistribución de las potencias, más que el 11-S, son las potencias emergentes”, resume el profesor Badie, “y, sobre todo, la capacidad de estos emergentes aprovecharse de la mundialización. Es esto lo que ahora marca la diferencia”.

El 15 de agosto de 2021, fecha en la que los talibanes reconquistaron Kabul, cierra una época también para los europeos. Afganistán, al contrario que Irak, era una guerra legal y en parte europea. El debate es entre quienes ven la salida de EE UU de Afganistán una señal para que la UE por fin se responsabilice de su seguridad —con Francia, potencia nuclear y militar embarcada en su propia guerra sin fin en el Sahel— y quienes confían en seguir disfrutando de la protección norteamericana. “En el fondo”, argumenta Badie, “Europa no quiere que desaparezca el paraguas porque sabe que si tuviese que asumir su defensa sola sería demasiado caro”.

Europeos y estadounidenses siguen en el mismo barco, pero el barco hace aguas y nadie sabe si el capitán quiere seguir por mucho tiempo al timón. “Pese a todo, seguimos ligados por una comunidad de destino”, dice Colombani, el hombre que hace 20 años escribió “todos somos americanos”. “Pero Europa debe asumir sus responsabilidades si quieres defender sus valores y seguir existiendo en este mundo en recomposición”, concluye.

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