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Democracia en vilo


La democracia estadounidense, la principal potencia mundial, afronta uno de sus momentos más trascendentales desde la Segunda Guerra Mundial. Donald Trump y Joe Biden se disputan voto a voto unas elecciones presidenciales con el potencial para dejar una impronta duradera en el futuro del país y de las relaciones internacionales, en un tenso escrutinio que mantiene en vilo a una sociedad muy dividida y al mundo entero. El escrutinio tiene visos de convertirse en la mayor prueba en décadas para la solidez de los equilibrios institucionales estadounidenses —admirados desde los tiempos de Alexis de Tocqueville—, cada vez más cuestionados hoy. En juego hay intereses de calado casi inconmensurable. Por supuesto, un nuevo mandato para el proyecto Trump, para su nacionalpopulismo incendiario, la voladura del multipolarismo como base de las relaciones internacionales, el negacionismo climático y la polarización social como táctica política; o un regreso, de la mano de Biden, a políticas moderadas de progreso, inclusión y relaciones internacionales constructivas. Pero, antes que nada y sobre todo, está en juego la unión de la sociedad estadounidense y la estabilidad de su democracia, que encara el tremendo desafío de un proceso electoral cuestionado sin ningún argumento ni escrúpulo por el líder instalado en la Casa Blanca.

La desfachatez y temeridad del presidente en considerarse vencedor —”francamente, hemos ganado estas elecciones”— cuando quedaban millones de papeletas por contar, o en acusar a los adversarios de “intentar robar” los comicios sin prueba alguna, evidencia la falta de cualquier sentido de Estado por parte del mandatario. Se trata de un comportamiento que no cumple con los mínimos estándares democráticos. Sin embargo, ni esos rasgos, sobradamente mostrados a lo largo de los últimos cuatro años, ni la pésima gestión de la pandemia han erosionado la enorme tracción de su proyecto radical entre la ciudadanía estadounidense. Gane quien gane, el punto de partida de la nueva etapa política vuelve a ser un país fracturado, donde el predicamento radical cuenta con la entrega de la mitad de los votantes. Es este un mensaje que trasciende las fronteras de la potencia americana y del que toman nota los nacional-populistas de otros países de Occidente, así como los regímenes autoritarios que gozan ante el espectáculo del autodeterioro de las democracias liberales.

Trump ha ido construyendo conscientemente este momento de máxima tensión a lo largo de los últimos meses, desacreditando una y otra vez el proceso electoral. La gasolina que añade ahora a ese fuego bien preparado tiene un peligro enorme, teniendo en cuenta la tensión acumulada en la sociedad estadounidense. Una nación dividida —en gran medida por la propia acción polarizadora del presidente—, que ha asistido en los últimos meses a masivas protestas por la insostenible situación de violencia policial contra la población negra y por la discriminación que esa violencia evidencia. Una sociedad marcada por profundas desigualdades, por la voladura de puentes de diálogo político y que además sufre un espantoso embate de la pandemia, en buena medida debido a la temeraria gestión de ella que ha realizado la actual Administración estadounidense. La incertidumbre de estas horas obviamente no contribuirá a cerrar estas divisiones; probablemente las ensanchará, lo que despierta profundas inquietudes en un país muy armado.

Con toda probabilidad, ahora el papel decisivo lo desempeñarán los jueces. Trump ya ha anunciado que recurrirá al Supremo, bastión ultraconservador gracias a los nombramientos que pudo hacer el presidente a lo largo de su mandato. No es la primera vez que Estados Unidos vive escrutinios disputados. Pueden recordarse las elecciones del año 2000, que enfrentaban a George Bush hijo y Al Gore. El pulso fue resuelto por el Supremo, que suspendió el recuento. La solución no estuvo exenta de polémica, pero fue acatada ejemplarmente. Hoy la situación es diferente: uno de los contrincantes se aloja en la Casa Blanca, y la fractura en el seno de la sociedad se antoja enorme.

El deliberado intento de dividir a sus conciudadanos con fines partidistas será uno de los principales capítulos del juicio de la historia sobre Trump. En clave internacional, el veredicto versará sobre la sistemática voladura o erosión de alianzas, tratados e instituciones globales: desde la retirada del acuerdo contra el cambio climático hasta la erosión de la OTAN; desde la quiebra de la histórica relación con Europa hasta la ruptura de pactos comerciales o del acuerdo nuclear con Irán; desde el cuestionamiento de la ONU hasta las andanadas contra la OMC o la OMS. En un nuevo cuatrienio cabría esperar más de lo mismo; más proteccionismo, más negacionismo climático, más xenofobia, más unilateralismo. Posiblemente, en dosis reforzadas con respecto a la primera etapa gracias al envalentonamiento de la reválida.

Aunque terminaran ganando la presidencia, Biden y el partido demócrata, por su parte, tendrán que reflexionar sobre cómo el proyecto moderado del candidato y su coalición de voto urbano y minorías no logra un éxito convincente ni siquiera ante un contrincante tan extremo como Trump. El Partido Republicano, antes o después deberá reflexionar sobre cómo el huracán Trump le ha dejado desfigurado e irreconocible.

La incertidumbre mantiene obviamente en vilo también a la comunidad internacional. Las democracias liberales desean una victoria de Biden; los regímenes autoritarios, los partidarios del Brexit, el Israel de Netanyahu y los nacional-populistas de todo el mundo, que sea Trump el ganador. El resultado final, por supuesto, pero también la manera en que la democracia estadounidense lo gestione, dejará una profunda huella. El momento es grave y mucho está en juego: siete décadas de florecimiento de esos valores democrático-liberales se ven amenazados por algo más que oscuros nubarrones. Estados Unidos y Occidente necesitan un desenlace a la altura de su historia y de su futuro.


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