En la década pasada proliferaron los eventos que cambiaron el mundo. Algunos fueron imposibles de ignorar, pero hubo otros igual de importantes que pasaron casi desapercibidos. Uno de ellos es la crisis global de la democracia.
En todos los continentes las democracias se han debilitado y las dictaduras están en auge: albergan al 70% de la población mundial, es decir, 5.400 millones de personas. Según estudios del Instituto V-Dem de la Universidad de Gotemburgo, una década antes ese porcentaje de personas que vivían en dictaduras era el 49%. Desde 1978 no había un número tan bajo de países en proceso de democratización.
Hay dos razones por las cuales este retroceso de la democracia no causó mayores alarmas ni provocó reacciones significativas. La primera es que estaban pasando muchas otras cosas urgentes y concretas que hacían difícil a los defensores de la democracia competir con éxito por la atención de los líderes, los medios de comunicación y la opinión pública. La pandemia o la crisis financiera mundial son tan solo dos ejemplos de una larga lista de eventos que no dejaron espacio para crisis menos inmediatas. La segunda razón es que la mayoría de los ataques a la democracia fueron deliberadamente opacos, difíciles de percibir y, mucho menos, capaces de activar a la gente.
Consideremos la primera causa de esta desatención mundial a lo que Larry Diamond, un respetado profesor de la Universidad de Stanford, llama “la recesión democrática”. ¿Cómo movilizar a la población para defender la democracia cuando la pandemia estaba causando la muerte de millones de personas en todo el mundo? Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), tan solo entre 2020 y 2021 murieron 15 millones de personas a causa de la covid-19 y sus variantes.
En la década pasada también arreciaron los efectos del calentamiento global. Se hicieron más frecuentes, letales y costosos los huracanes, tifones, los incendios forestales, olas de calor extremo y masivas tormentas de nieve, las inundaciones, el deshielo de los polos y mucho más.
Tampoco faltaron los problemas económicos. Entre 2007 y 2009 se desató una crisis financiera que comenzó en Estados Unidos, causó graves daños a la economía, contagió a otros países y dejo secuelas políticas cuyas consecuencias perduran. Quizás la más importante de estas es la agudización de la desigualdad económica.
Este problema se agravó en la década pasada y sigue siendo la fuente de conflictos políticos e inestabilidad social en casi todo el mundo. Uno de los países donde más se ha acentuado es China, que es hoy una de las sociedades más desiguales. No obstante, la atención mundial a la economía china no se debe a su creciente desigualdad, sino a su rápido crecimiento. Entre 2010 y 2020, el gigante asiático más que duplicó el tamaño de su economía y, dependiendo de cómo se calcule, es hoy la primera o la segunda economía más grande del mundo. En ese mismo periodo, el régimen chino profundizó su autoritarismo. En 2018, por ejemplo, el presidente Xi Jinping se las arregló para eliminar la norma constitucional que, desde 1982, limitaba la presidencia a dos periodos de cinco años. Gracias a esta reforma, Xi puede ser presidente por tiempo ilimitado.
La década pasada también fue la del Brexit, el inesperado y traumático retiro del Reino Unido de la UE. También fue el periodo en el cual se produjo un explosivo aumento de la influencia económica, política y social de redes como Facebook, YouTube, Instagram, Twitter o TikTok. Y de las múltiples guerras de Putin: los militares rusos combatieron en Georgia, Crimea, Abjasia, Osetia del Sur, Siria y Ucrania. En esos 10 años también vimos el ascenso de Donald Trump, su conquista del Partido Republicano y de la presidencia de Estados Unidos.
Muchos de estos eventos fueron moldeados e impulsados por el acelerado aumento de los usuarios de teléfonos inteligentes, los ubicuos smartphones. Actualmente, más de 6.500 millones de personas (el 84% de la población mundial) poseen un teléfono inteligente.
Mientras todo esto ―y mucho más― distraía nuestra atención, un grupo de líderes autoritarios se apropió de un buen número de las democracias del mundo.
Las estadísticas, reportes y evidencias del deterioro de la democracia son sorprendentes y preocupantes. Pero más sorprendente aún es la falta de respuestas y la inacción ante los embates de las fuerzas antidemocráticas.
La débil respuesta se debe a que muchos de los asaltos a las democracias han ocurrido ―o están ocurriendo― de una manera tan sigilosa que, en la práctica, resultan casi invisibles.
Un problema que no se ha detectado nunca será solucionado. Las democracias del mundo están enfrentando un peligroso y aún no suficientemente reconocido problema. Necesitamos identificarlo, publicitarlo y enfrentarlo.
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