Dentro de una fiesta clandestina: “Si llega la policía, dices que no pagaste por venir y que trajiste la bebida”

Un perro pasea en medio de las chabolas que hay en la parte trasera de la casa donde el clan de los Kikos tenía su punto de venta de drogas.
Un perro pasea en medio de las chabolas que hay en la parte trasera de la casa donde el clan de los Kikos tenía su punto de venta de drogas.DAVID EXPOSITO /

Después de ganar un torneo de bar, ¿qué sigue? Un premio regional. Lo siguiente es buscar la gloria nacional. Una vez alcanzada, ¿hay más horizonte? Kiko Hernández, nacido en la marginalidad de los poblados chabolistas, quiso explorar los límites del mundo, al menos del suyo. Allí donde nadie que conociera había llegado antes. Estuvo cerca de conseguirlo.

La historia comienza en un bar de Vallecas, el Triple 20. El nombre del lugar hace referencia a los dardos, la afición favorita de su dueño. El local, con un aire moderno y acogedor, está lleno de dianas automáticas y fotografías a tamaño natural de los mejores jugadores de este deporte. Kiko convirtió este negocio, que abrió en 2016, en un club de aficionados a los dardos, aunque también se ofrecen desayunos y comidas para la gente del barrio. Tres periódicos de papel descansan sobre la barra para que los clientes puedan ojearlos. En las estanterías de madera que cuelgan de las paredes no cabe un trofeo más. En la segunda planta se amontonan varias docenas más, la mayoría de latón. Ahí, junto a los baños, hay una puerta cerrada con llave. Tiene un cartel: “Privado”. Esa debía de ser su oficina.

Desde ese pequeño despacho encima de la barra organizó torneos y ligas entre bares en los que poco a poco se fue imponiendo el equipo que él patrocinaba. Lo formaban sus trabajadores, también aficionados a los dardos. Vestían de azul a cuadros cuando competían. A menudo, salían de ruta por España. Algunos de los miembros del club recuerdan esos días como los mejores de su vida. Kiko, ambicioso y visionario, enroló en esta dinámica al mejor jugador de España, un portugués llamado José Oliveira de Sousa.

El año pasado, Olivera de Sousa se vio preparado para competir a nivel internacional. Para dar el salto necesitaba sacarse la tarjeta PDC (Professional Darts Corporation). Eso supone jugar en Londres, Berlín, Las Vegas. Hablamos de premios millonarios, partidas retransmitidas por televisión. No más copas de latón, esto son las Grandes Ligas. Y Kiko, a sus 48 años, quería agarrar ese tren. “Lo comenté con Kiko y me ayudó a pagar la tarjeta. En toda la temporada compartiríamos gastos y beneficios, al 50%. Yo además le hacía publicidad a su negocio”, cuenta De Sousa por teléfono. Una de sus camisetas dedicadas a Kiko cuelga en un lugar de honor del Triple 20.

Esa era la vida pública de Kiko, la de dueño de un negocio y mánager de una promesa internacional de los dardos. La parte oculta, la que no todo el mundo conocía, como por ejemplo Sousa, era su faceta como capo de la droga. Desde hace unos años lideraba la mayor organización criminal de la ciudad. Suyo era el edificio de la Cañada Real en el que se vendía directo al consumidor la mayor cantidad de droga, coca y heroína. Pero era algo más que un comerciante. Kiko, descrito como alguien carismático, ejercía una influencia poderosa sobre los integrantes de su banda. En su honor, se hacían llamar los Kikos.

En Las Vegas nadie conocía todavía su nombre. Pero en el universo en el que se crio, un sector de la Cañada Real junto al vertedero donde se vende droga, era una celebridad. “Era más famoso que Billy el Niño”, dice de él un chatarrero de la zona. El hombre pone énfasis en conjugar el verbo en pasado. Los Kikos, que comparten nombre con los seguidores del movimiento católico Camino Neocatecumenal, cuyo líder es otro Kiko, Kiko Argüello, también con un don de gentes pronunciado, fueron desarticulados por la Policía Nacional hace una semana. Detuvieron a 14 personas, entre ellos a Kiko y a Yolanda, su pareja, y tapiaron el edificio que hacía las veces de supermercado de la droga.

El negocio le viene de familia. Su hermano Juan José y su cuñada Adela Motos eran los líderes de Los Gordos, el clan más conocido que ha existido nunca en Madrid. El matrimonio, apoyado en primos, sobrinos, hijos, nietos, levantó un verdadero imperio de la droga. En su época fueron temidos. Eran dueños de los principales puntos de venta. Manejaban el tráfico de las cundas, los coches compartidos que salen de Madrid rumbo a la zona del vertedero, descargan a los drogadictos en los puntos de venta y los regresan después a casa.

La policía acabó con los Gordos en 2012. El matrimonio salió hace poco de la cárcel. Según ellos, rehabilitado. En un programa de investigación de TVE, La hora de la 1, Adela y Juan José aseguran que han dejado el mundo de la criminalidad atrás. Ricardo Hernández, hijo de la pareja, apodado El Bola, aparece en ese reportaje hablando de los días en los que fue famoso y rico. En la cárcel, cuenta, empezó a tener pesadillas y a pensar que la vida que había vivido hasta ese momento era incorrecta. Reconoce que sintió alivio cuando los agentes le esposaron. Se acababan años de huir, de extorsionar, de tratar con vendedores internacionales de droga. En esa pieza televisiva no se dice, pero según su entorno, entre rejas, Los Gordos se acercaron a los postulados de una iglesia evangélica.

Kiko aprovechó ese vacío de poder para emprender por su cuenta. “Empieza a trabajar de manera autónoma a finales de 2012 o principios de 2013. Consigue el mejor lugar de venta: en la entrada a la Cañada. Y encima levanta un edificio de ladrillo, no una chabola como su competencia”, cuenta por teléfono el jefe del Goiz 1, el grupo policial dedicado a los narcopisos que ha acabado con los Kikos.

En efecto, la edificación tenía dos plantas. El lugar de venta era una habitación con una ventanita enrejada. A través de ella un vendedor despachaba como si fuera el cajero de un banco. Había varias habitaciones más cerradas con puertas blindadas. Sabían que si la policía aparecía de improviso tenían que deshacerse de la mercancía. Sin ella, sería difícil de probar en un juicio que están traficando grandes cantidades. Los jueces se guían por los números. Lo sabían. Sus abogados se lo insinuaban. Tenían mucha experiencia, casi todos los que trabajaban allí habían sido detenidos varias veces y conocían el laberinto de la justicia mejor que algunos funcionarios, al menos en su parte práctica.

En el bajo, según los investigadores, se vendía la droga. En la segunda planta había un espacio diáfano para que los consumidores se colocaran allí mismo. El drogodependiente es alguien con prisa. Prisa por llegar a la Cañada, prisa por comprar —eran frecuentes las disputas en la cola—, prisa por consumir y prisa por regresar a la ciudad, donde en realidad nada los espera. Los Kikos, en un concepto amplio, eran el personal que controlaba a los consumidores y que acordaba los viajes con conductores de las cundas, a menudo, taxistas jubilados. Los que vigilaban la entrada y los que ponían orden en la sala de consumo también eran Kikos. Ellos también eran drogadictos y trabajaban por un salario en especie. Los vendedores también eran del clan, pero de un rango mayor, gente de más confianza, casi siempre familiares directos de Kiko y Yolanda. Puede parecer un negocio difícil y con una clientela dispersa, pero se regía con cierto orden: la policía encontró un libro de administración con detalles de las ventas y el horario de las cundas.

En poco tiempo ganaron fama. Como herederos directos de Los Gordos se les siguió llamando por ese nombre. Pero llegó un momento que les empezó a molestar. No se sabe el motivo de la ruptura entre las dos facciones. Es un misterio. De repente, ellos mismos empiezan a llamarse los Kikos. Reniegan del antiguo apelativo. En el vídeo de una fiesta, emitido también por TVE, quien graba se dirige a Kiko como “uno de Los Gordos”. A Kiko le cambia la cara. Replica que no es un gordo, es un kiko. En esa misma celebración alguien dice que lo está pasando muy bien y añade: “Y que se mueran los envidiosos”. Parecen mensajes velados. Yolanda baila, se divierte, pero también parece dirigirse a alguien cuando abre la boca: “Yo estoy muy bien con los míos, yo no caigo. Porque soy la mujer del Kiko”.

En los siguientes años viven su momento dorado. Tienen más de 200 clientes al día, según los investigadores. Venden casi un kilo, 10.000-12.000 euros diarios. Yolanda va cada ocho horas al edificio a por la recaudación. Un tal César, el tercero en el escalafón, le hace de chófer, mueve la droga y se encarga de los problemas de seguridad, siempre de acuerdo a la investigación de la policía. Es quien le enmienda la plana a los kikos drogodependientes que se pasan de listos y se quedan con lo que no es suyo. O el que intimida a los competidores. La policía comprueba, después de meses de seguimiento, que César tiene un carácter agresivo que equilibra —en un contexto mafioso— el trato más humano y dialogante de Kiko. La policía le incautó a César 17 kilos de cocaína, 17 de heroína y 18 armas cortas. “Un arsenal”, opina el jefe de la operación.

En ese tiempo en la cúspide la pareja celebra sus cumpleaños por todo lo alto. Contratan las actuaciones de Los Yakis, un grupo conocido de flamenco pop. Se codean con futbolistas retirados. Compran coches, joyas, perfumes carísimos. Es entonces cuando Kiko abre su bar en la calle de Villalobos, una vía agradable y amplia de Vallecas. Ahí encuentra una escapatoria al lumpen, un lugar donde no tiene que esconderse.

Hace poco más de un año, la policía trató de desmantelar su negocio. Los agentes entraron en el punto de venta y encontraron casi un kilo de cocaína y 350 gramos de heroína. Detuvieron a los que estaban presentes, pero no lograron suficientes pruebas para encausar a Kiko y a Yolanda. A partir de ese momento, Kiko se replegó, de acuerdo con los investigadores. Los que le siguieron hablan de que entró en un proceso de melancolía, quizá al reconocerse mortal. Yolanda y César se ocupan del negocio. Kiko tiene el nombre, la fama, nadie se atreve a hacer un comentario malicioso sobre él en la Cañada. Pero casi no ejerce en el día a día. Se dedica de lleno al bar, que es un éxito.

En uno de los vídeos de sus celebraciones, Kiko parece haber bebido de más. Es Nochevieja. El que lleva el móvil que graba se acerca mucho a él y comenta con ironía que Kiko es pobre. “A gastarnos el dinero. Y el que no tenga, a morirse de hambre, perros”. Puede interpretarse como la vanidad de un rico, pero si se hila fino parece de nuevo un mensaje oculto, que sus enemigos sabrán leer entre líneas.

Hace unos años, David Rosa estaba en bancarrota. Se vio obligado a cerrar su club de dardos por las deudas. Cogió un empleo de repartidor callejero de publicidad. Recuerda que le acercó uno de sus folletos a un hombre, y que ese hombre era Kiko. Kiko lo reconoció de inmediato. Se conocían de los campeonatos de dardos. Kiko le propuso tomar una caña y David Rosa le dijo que no podía, que perdería su empleo. No te preocupes, tú te vienes a trabajar conmigo, recuerda Rosa que le comentó. Desde ese momento, le nombró encargado del Triple 20. “Es un hombre de muy buen corazón”. Asegura que nunca sospechó que fuera un narcotraficante.

Más tarde, Kiko comenzó a apoyar la carrera internacional de Sousa. Ahí estaba la oportunidad de emprender a lo grande, como el Chapo Guzmán hacía cuando apadrinaba a boxeadores talentosos de Sinaloa. Pero ya era tarde. La policía le seguía desde febrero de este año. La mañana que los agentes entraron en el búnker, dos kikos trataron de quemar la droga en un habitáculo sin ventilación, dispuestos a dar su vida por el jefe. A él y a Yolanda los detuvieron en el bajo de un edificio de Alcalá. Escondían 230.000 euros en casa. La hora de la 1 grabó la detención. Kiko dormía en calzoncillos en el sofá. No dijo ni una palabra mientras le ponían las esposas. Al cabo de un rato, rompió a llorar.


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