Trece años, una debacle financiera y una pandemia después de que empezara el proyecto, el funcional vestíbulo del recién inaugurado Museo Munch de Oslo no es lo que uno esperaría del último icono arquitectónico en aterrizar en el continente. Sobre todo, comparado con el edificio en sí: un imponente volumen vertical construido sobre un islote en lo que fue el área portuaria, coronado por un mirador inclinado sobre el fiordo y recubierto de una ondulante piel de aluminio perforado. Desde lejos parece la imagen movida de una torre, una sofisticada interferencia. “Es intencionado”, afirma sobre el asunto del lobby Juan Herreros (San Lorenzo de El Escorial, 62 años). “Es un vestíbulo, un espacio logístico”, continúa el arquitecto, que en 2009 ganó por unanimidad este concurso al que acudió la élite internacional. Su socio, Jens Richter (Kassel, 44 años), lo subraya: “El lobby no pretende asustar, sino invitar a que la gente pase, se tome un café o esté un rato esperando a un amigo”. Herreros se lanza: “¿Viste el vestíbulo de la Ópera [inaugurada en 2008 y contigua al Museo Munch]? Lo puedes atravesar tranquilamente sin decir nada a nadie y pasas de un lado al otro de la ciudad. También en el de la biblioteca Deichman [vecina a la Ópera, abierta el año pasado], donde se puede entrar y salir, y lo mismo ocurre en el Munch. Los vestíbulos cada vez son menos espectaculares, pero tienen más carácter de calle. Nos gusta pensar que son espacios domésticos”.
Resulta chocante hablar de domesticidad en un edificio de 300 millones de euros, posiblemente porque hemos aprendido a esperar de los museos que sean llamativas piezas de arquitectura de autor, fotogénicos imanes turísticos. El Guggenheim de Bilbao popularizó la categoría y apuntaló la idea de que los museos son las nuevas catedrales, pero Herreros no quiere saber nada de lugares de culto: “Los museos son las nuevas plazas públicas, un fragmento de la ciudad”. En la entrada del Munch no hay mostrador de venta de entradas (se compran online), y el acceso es libre para todo el que quiera pasar a la cafetería, subir al mirador o al restaurante del piso 12, o visitar las demás instalaciones culturales que se añaden a las salas de arte. Una idea de apertura a la ciudad que ya ensayó el Pompidou en París. Richter lo elabora: “Los edificios públicos se han transformado en destinos para los ciudadanos, no solo para quienes van una vez. Son lugares que visitar con los niños o para ir a un concierto, al cine o a la biblioteca”. Herreros añade: “Queremos que el Munch contribuya a la construcción de una vida cotidiana más enriquecida. Se espera que el 50% del público de la institución sea local”. Este es uno de los indicadores más eficaces para, independientemente del beneficio económico, evaluar la integración de un museo en su comunidad: en 2019, solo el 9% de los visitantes del Guggenheim era del País Vasco.
Las vistas a Oslo desde el museo e imágenes del interior y exterior del edificio. PABLO ZAMORA
El Munch tampoco funciona “según ciertos esquemas habituales de lo público”, continúa el arquitecto. “Es decir, generando a su alrededor grandes espacios que abundan en la monumentalidad de los edificios emblemáticos”. Por el contrario, está planteado como un espacio público vertical que libera el suelo “para viviendas y una sucesión de pequeñas plazas que culmina en una playa urbana, de la que los ciudadanos se han apropiado con naturalidad. Los noruegos son muy buenos reclamando su espacio”, advierte el arquitecto mientras cruzamos la pasarela sobre la desembocadura del río Akerselva que rodea al Munch. Es una mañana gris de principios de octubre, quedan tres semanas para la inauguración oficial y el parquecito frente al edificio todavía no está listo, pero en el pantalán entre el Munch y la Ópera ya han atracado saunas flotantes desde las que los oslenses se zambullen en el agua helada.
Desde 2008, Richter y Herreros calculan que han debido hacer unos 300 viajes a Noruega, pero hacía casi dos años que no volvían. Al alemán, que odia el queso, la pandemia le permitió no volver a comer el obligatorio sándwich del vuelo de la mañana de KLM, pero también se perdió los momentos finales de la construcción del museo: una fase de detalles y correcciones particularmente laboriosa que tuvo que ejecutarse a distancia. “La última vez que vinimos esto era una obra. Hoy ha sido la primera vez que veíamos la colección colgada, los restaurantes, gente trabajando”, dice Richter mirando las viviendas recién construidas alrededor del edificio, cuya planificación también diseñaron ellos, por el ventanal inclinado de uno de los últimos pisos.
Las implicaciones de este museo son profundas. Por un lado, es el nuevo hogar de Edvard Munch, el artista más importante de Noruega, que legó su obra a Oslo cuando murió, en 1944: una herencia de valor incalculable que la ciudad estaba poco preparada para gestionar. Cuando en 1994 robaron una de las versiones de El Grito de la Galería Nacional, los ladrones dejaron una nota dando las gracias por la pésima seguridad (fue recuperado intacto a los tres meses). Por otro lado, el edificio certifica el éxito de Fjord City, el plan que ha convertido el viejo puerto en un vanguardista barrio residencial cuajado de viviendas, oficinas diseñadas por grandes arquitectos y generosos edificios públicos. Primero la Ópera, un cubo con rampas de mármol blanco obra del estudio Snøetta, primer símbolo del renacer de Oslo; después llegó la Biblioteca Deichman, gigante acristalado con la firma de Lundhagem y Atelier Oslo, y ahora la torre con piel translúcida del madrileño Estudio Herreros.
¿Por qué ha tardado tanto?
Juan Herreros: Los proyectos de esta ambición suelen durar años, pero habitualmente son más silenciosos. Aquí, las vicisitudes políticas, la complejidad de la obra y los aplazamientos provocados por la covid fueron muy mediáticos: la inauguración estaba prevista en mayo de 2019, hubo un pequeño retraso por la instalación de la colección y cuando nos dimos cuenta era 2020. Además, hay que tener en cuenta que Noruega vive estos procesos con gran intensidad participativa. Es un país de cuatro millones de habitantes pendientes de todo lo que pasa.
Jens Richter: Fue impresionante el nivel de interés e implicación. Cuando el proyecto entraba en discusión política, también entraba la discusión ciudadana. En un momento de bloqueo, llegó a haber una manifestación de cientos de personas pidiendo que se construyera el museo.
JH: Últimamente se ha acortado el espacio entre la gente y la producción de la arquitectura. Algo que en los países nórdicos tiene mucha tradición: saben que es importante elaborar un juicio y expresar opiniones porque hay cierto margen de éxito en que las demandas del público se incorporen a los proyectos.
¿Respetaron el presupuesto? Los sobrecostes forman parte de la épica de las grandes obras.
JH: Así como el cumplimiento de los plazos no fue nunca obsesivo por parte de los políticos, siempre hubo la voluntad de no superar el presupuesto por todas las partes.
JR: Incluso con una gran ambición de sostenibilidad. Y el proyecto inicial ya lo era: utilizaba el agua del fiordo para obtener energía, la fachada no estaba pensada como una bonita jaula sino como una medida para proteger el edificio del sol… Pero, sobre la marcha, nos pidieron que redujéramos en un 45% la huella de carbono. Así que el aluminio es reciclado, la madera viene de bosques certificados y el hormigón es de baja emisión. El edificio ahora mismo es passivhaus [etiqueta de sostenibilidad energética basada en la construcción y los materiales].
Es irónico que una obra humana y torturada como la de Munch viva en un lugar tan limpio y tecnológico.
JH: Nos han preguntado muchas veces qué le gustaría a Munch de nuestro edificio, dado que no está muy inspirado en su obra. El edificio pertenece al presente, pero las salas son casi palaciegas. Hay que proteger unas raíces y también avanzar. No sería pertinente empeñarse en hacer un museo que respondiera a una visión estereotipada del sufrimiento o del dolor o del existencialismo en el trabajo de Munch, sino a esa fusión entre el pasado y el futuro, al empeño de hacer un mundo mejor cada vez que construimos algo, por pequeño que sea.
Tiene gracia que el lugar donde está construido el museo se vea en El Grito —es la lengua de tierra que se ve tras la angustiada figura que Munch pintó en 1893—, sobre todo porque, ahora, la silueta del edificio se ve desde cualquier parte de Oslo. Una ciudad donde la última estructura pública construida en altura fueron las torres del Ayuntamiento, proyectado en 1931 pero culminado en 1950, después de la guerra: “Cada edificio público domina su bahía”, explica Herreros. Por supuesto, hubo quejas. Protestas de particulares porque la imagen en tres dimensiones que se difundió al inicio del proyecto era más luminosa y transparente que el edificio real, y del vecino hotel Radisson, hasta hace poco el único rascacielos de esa parte de la ciudad, porque el museo le tapaba las vistas.
Subiendo a pie por el edificio de Herreros, la espectacularidad se manifiesta a medida que la mirada se abre sobre el paisaje, al ritmo suave del traqueteo de la escalera mecánica. “La vista de la ciudad a través del aluminio es casi pixelada, como una película o un cuadro de Turner”, dice Herreros. “Las escaleras son estrechas y los ascensores tampoco son muy amplios. Hemos intentado manipular el tiempo, que cuando llegues te tengas que detener. Que pares y observes”.
El museo tampoco tiene sótanos —una revolución invisible—, que sustituye por un sistema de ascensores y estancias internas que permiten mover las obras sin provocar tráfico dentro de los espacios de exposición: cajas estancas de hormigón, construidas con tecnología de plataforma petrolífera, que ocupan la parte trasera del edificio. Y no solo están dedicadas al mítico pintor noruego: la británica Tracey Emin es la primera artista contemporánea en protagonizar una muestra individual. La complejidad y la belleza museo se revelan, para Herreros, “a medida que sales y entras de las salas y se articula un diálogo entre la obra y la ciudad”.
Este proyecto no solo ha sido transformador para Noruega. Ha marcado la vida y la trayectoria de sus responsables: “Ver una sociedad funcionando como funcionan los noruegos, con ese diálogo, esa interacción… No solo hemos aprendido, sino que nos hemos reorganizado. Nos ha dado un nuevo punto de vista”, afirma Richter. Su socio lo corrobora: “Como arquitectos de la crisis, ya entendíamos que hay que replantear el modelo y buscar una forma de trabajo más colaborativa y horizontal, global e intergeneracional… romper el paradigma del arquitecto solitario e individualista. Y justo Oslo nos pide que respondamos a este modelo: es en ese esfuerzo de la práctica donde ensayamos y verificamos que el modelo que proponemos tiene sentido y es factible”. La transformación también es personal: “Hay cuestiones, como la eliminación de la vehemencia, que para mí han sido cruciales. He descubierto que puedes escuchar y participar en una conversación de manera más humilde y, a través del diálogo, ir tomando decisiones de diseño sin esperar a tener un lápiz en la mano”, explica. “Todo esto también tiene que ver con el cariño. Con una delicada insistencia en los detalles. Esta es una obra gigante, pero tienes que entenderla sin olvidar el placer casi maniático de discutir la altura de un rodapié por dos centímetros. Procurar que parezca que las cosas siempre estuvieron allí. Invertir un esfuerzo agotador en dar un salto grácil”, ríe.
El interior del museo, la nueva casa de Edvard Munch. PABLO ZAMORA
¿El Munch les convierte en un pequeño superestudio?
JH: Nos ha permitido elegir qué tipo de estudio queremos ser, centrar los proyectos que hacemos y construir una identidad como oficina. Nunca nos ha obsesionado crecer ni hacer muchos proyectos. Jamás hemos pasado de 20 arquitectos. Producimos muy poco comparado con los grandes estudios con los que competimos.
Les gustan los concursos complejos. ¿Es el Munch atípicamente fotogénico?
JR: Es uno de esos que redefinen las tipologías de edificio.
JH: Nuestro proyecto de la estación de tren de Santiago de Compostela es otro ejemplo. En vez de ponerla paralela a las vías, le damos la vuelta, la colocamos encima y resulta que conectamos, por primera vez en cien años, la ciudad histórica con la ciudad periférica. Que ha tenido desde siempre un acceso complicadísimo. La primera parte, que es el paso peatonal por encima de las vías, ya está inaugurado: el primer día estaba lleno de niños felices porque iban a poder ir a su colegio andando y sin mojarse en cinco minutos en lugar de en veinte, y de personas en silla de ruedas. Toda esa gente nunca había podido ir al centro sin que la llevaran en coche. Esas son las cosas que nos gustan.
Han denunciado con vehemencia la costumbre de adjudicar proyectos públicos con visibilidad a grandes estudios internacionales.
JH: No es una posición chovinista, no es que queramos cerrar nuestras fronteras, nosotros también competimos en concursos internacionales. Se trata de que se facilite un estadio donde se compita en igualdad de condiciones, y pensamos que no existe.
Está de moda defender el modelo vertical. ¿Qué tiene que ver el Munch con Benidorm?
JH: Está la cuestión de la ocupación y la eficiencia, en primer lugar. Y luego, la tridimensionalidad: conquistar las azoteas de los edificios, hacer un huerto o un rooftop para tomar algo es una manera de que la ciudad funcione más verticalmente. Tenemos el caso de nuestro Ágora Bogotá: un centro de congresos vertical. Nos preguntaban que para qué apilar auditorios y el resultado es extraordinario, no solo desde el punto de vista logístico, sino por la existencia de elementos públicos señalando la ciudad. Es absurdo que Madrid no tenga ya edificios públicos en altura, aparte de los hoteles de lujo. No hay nada equivalente a lo que en su momento supuso construir Correos: visibilizar lo colectivo, una expresión del buen gobierno de la que los ciudadanos se puedan sentir orgullosos.
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