Derechos humanos para una nueva economía | Artículo

“Ni el control estricto de la macroeconomía, ni las políticas redistributivas son hoy suficientes para revertir la destrucción continua de nuestros ecosistemas y resolver de fondo el problema de la pobreza”, escribe Octavio Cantón J.

Por Octavio Cantón J.

México, como gran parte de Latinoamérica, se encuentra ideológicamente dividido.

Aunque tal división no es exclusiva de nuestra geografía, en nuestras latitudes se vive con especial ímpetu.

Al menos treinta años de regímenes neoliberales y tecnócratas anteceden a nuevas propuestas políticas de corte social consideradas en general populistas, -al menos en el discurso- (aunque el populismo pueda incluir también propuestas políticas no necesariamente sociales o igualitarias).

La llegada de Lopez Obrador a la Presidencia de México agravó la polarización de nuestra sociedad, acentuando la separación en al menos dos bandos aparentemente bien diferenciados.

Sin embargo, ambos proyectos políticos a primera vista antagónicos, coinciden en su estructura y adolecen por igual de capacidad suficiente para resolver la cuestión social y ecológica de nuestro tiempo.

Ni el control estricto de la macroeconomía, ni las políticas redistributivas son hoy suficientes para revertir la destrucción continua de nuestros ecosistemas, y resolver de fondo el problema de la pobreza y la marginación de amplios sectores de la población, principalmente indígena y rural; la de trabajadores campesinos que se pauperizan en los márgenes de nuestras ciudades generación tras generación.

Como bien señala el profesor Fernando Mires (Mires, F. La Nueva Ecología), ambos marcos conceptuales están sustentados sobre la “economía del crecimiento” que en sus diversas expresiones convierte a la naturaleza y al ser humano en simples medios para alcanzar metas exclusivamente cuantitativas. Aunque en los discursos de ambos proyectos se ha incorporado la preocupación por la ecología y, unas más que otras, proponen paliar la desigualdad social; en sus proyectos y políticas públicas no ofrecen respuestas concretas y efectivas para resolver esta cuestión. En otras palabras, lo ecológico y lo social ha sido en el mejor de los casos mera estética, propaganda o promesa, de ahí que, en este sentido, la discusión ideológica referida sea estéril y hasta ociosa.

Tanto en los modelos denominados nacional-populistas de sustitución de importaciones vigentes hasta los años setentas del siglo pasado, como en los neoliberales de diversificación de exportaciones con los que se responde al caos inflacionario ocasionado por las alianzas sociales de sus predecesores a partir de los años ochentas; se entiende modernización como sinónimo de desarrollo y este como sinónimo de crecimiento económico, mismo que solo puede ser alcanzado por la vía de la industrialización, la que a su vez, solo puede conseguirse si antes se ha llevado a cabo un proceso de acumulación de capitales. Dicha acumulación solo puede lograrse mediante la explotación sistemática de ciertos sectores de la población y por supuesto de la naturaleza.

Desde hace casi tres décadas, las Conferencias e Informes de Naciones Unidas sobre Ambiente y Desarrollo han reconocido valor a la naturaleza con independencia de su relevancia para la vida humana. La concepción de los derechos y obligaciones que emanan de estos documentos trasciende fronteras ya que los efectos de la contaminación y de la deforestación en cualquier sitio del planeta nos afecta a todos. Desde lo universal se ha exigido adoptar medidas inmediatas, reorientar no solo el discurso sino los planes, proyectos, marcos jurídicos y políticas públicas de todos los países del orbe.

En ese sentido, en México, el concepto de desarrollo nacional previsto por el artículo 25 de la Constitución fue sustituido por el de desarrollo sustentable. Además, se incluyó en el artículo 4º el derecho fundamental de todos a un medio ambiente adecuado. Y el artículo 2º apartado A fracción V en consonancia con lo anterior, prevé que los pueblos y comunidades indígenas tendrán autonomía para conservar y mejorar el hábitat y preservar la integridad de sus tierras en los términos establecidos por la propia Constitución. La Ley Federal del Trabajo contiene un capítulo especial que protege los derechos de los trabajadores del campo Y, por su parte, la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente impone obligaciones diversas, consistentes en proteger, defender, mejorar y reparar el medio ambiente, orientando y obligando así al replanteamiento del proyecto de Nación.

Bajo la concepción de la economía ortodoxa, se consideran también como fundamentales el derecho al desarrollo (entendido como crecimiento) y el derecho de propiedad. Claramente estos colisionan con los derechos de protección al trabajo y de protección al ambiente que hemos referido. La decisión sobre qué derechos se privilegian en estas circunstancias es netamente política.

El modelo neoliberal exigió desde fuera, una nueva división internacional del trabajo capaz de responder inmediatamente a las demandas de los mercados externos, las normas y planes de gobierno fueron adaptados. Desde entonces en Latinoamérica los campos trabajan para producir en masa y no para sus habitantes. Oponerse a tales determinaciones es castigado por las calificadoras y por las instituciones financieras internacionales rectoras de dicho modelo. Pero el paisaje del monocultivo masivo que cumple con estas medidas ha resultado peor que el castigo anunciado: desertificación, erosión, contaminación y campesinos e indígenas sumidos en la miseria.

No es que la economía y la ecología sean contradictorios entre sí, es este modelo económico el que en su afán de crecer, dilapida recursos produciendo hambre y muerte. Se trata de una contradicción al interior de la economía moderna, de la forma en la que ha sido concebida. Por extraño que parezca hasta hace muy poco se había ignorado el costo que el consumo de los recursos naturales y la explotación del trabajo humano representan.

La naturaleza para la economía ortodoxa e incluso para la ortodoxia marxista es incuantificable, de ahí que no forme parte de la ecuación. El físico Philip Smith (Max-Neef, M. y Smith, P. La Economía Desenmascarada) entre otros científicos, han introducido el concepto de entropía, base de la segunda ley de la termodinámica (entendida como el crecimiento constante de la cantidad de energía que no es reincorporada en los procesos de reproducción de la naturaleza) en la economía, para cuantificar los gastos del proceso de producción energética. A mayor cuota de energía, mayor escasez de recursos se genera, más aún si el propósito es maximizar las ganancias. De este modo, la economía es reconcebida como disciplina que administra la escasez, la que cuida los recursos, no como ciencia que produce crecimiento a toda costa. La producción sustentable genera desarrollo.

De suma relevancia resulta al respecto el Informe Bruntland publicado en 1987 en el seno de la Comisión para el Ambiente y Desarrollo de Naciones Unidas, en el que científicos de diversas disciplinas describen, por un lado, las catástrofes ecológicas que nos esperan si no hay un cambio radical en el modelo y, de otro, exponen la relación que existe entre destrucción de los ecosistemas y el subdesarrollo.  Los derechos económicos y sociales reconocen el concepto de entropía en los términos expuestos. Intentan replantear y encauzar el modelo económico desde el derecho para lograr la protección del bien jurídico que tutelan. Plantean y exigen en la mejor de sus versiones, el uso razonable de recursos naturales escasos y una remuneración justa a la explotación del trabajo humano.

En voz de Dworkin, es tiempo de tomar los derechos en serio, porque nada de ello será posible sin voluntad, sin ampliar la mirada hacia la sustentabilidad, hacia nuevas formas de producción y de convivencia social. Es técnica y tecnológicamente posible y es inaplazable; es momento de dar ese paso juntos, sin división. 




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