Desaparecer


El 30 de agosto fue el Día Internacional de las Víctimas de Desaparición Forzada. Un día para dar visibilidad a una forma de represión perversa que deja secuelas traumáticas en las familias y sociedades en las que se produce. Ya no es 30 de agosto y por tanto las desapariciones forzadas no son ni portada ni tendencia en redes sociales. Sin embargo, eso no significa que hayan dejado de ser una realidad, no sólo porque diariamente se producen en países como México o Siria, también porque las secuelas de la desaparición en las familias y comunidades de la persona desaparecida no prescriben. Cuando muere un ser querido entramos en el necesario proceso de duelo. Con la desaparición, el duelo se complica por la angustia que causa la incertidumbre de no saber si la persona está viva o muerta o, si la evidencia apunta a una muerte, cómo murió, quién fue su verdugo, dónde está su cuerpo. Si además la desaparición es forzosa, es decir, la ejecuta un gobierno (ejército o grupos paramilitares amparados por el Estado) o un grupo terrorista o criminal, se entenderá que la persona habrá sido sometida a vejaciones, torturada, que habrá sufrido lo inimaginable hasta el mismo momento de la muerte o que, si está viva, será en condiciones inhumanas. Uno de los objetivos de las desapariciones forzadas es provocar esa sensación de desamparo e incertidumbre, y también sembrar el terror en las comunidades atacadas.

Hay algunas cifras que ya se han vuelto emblemáticas, como los 30.000 desaparecidos de la dictadura argentina de Videla. El conflicto armado en Colombia -cuya paz se firmó en 2016- dejó, desde el inicio de la violencia, unas 83.000 personas desaparecidas. Una cifra que, de tan alta, me resulta inasumible. Pero no es la única. En México se ha calculado que sólo desde 2006 se han producido más de 40.000 desapariciones forzadas. En Siria se han contabilizado unas 90.000 desde que empezó el conflicto en 2011. La inexactitud de las cifras es una de las consecuencias perversas de la desaparición: habrá personas que no tengan quién las reclame, porque todos sus allegados han sido desaparecidos, porque los que quedan viven aterrorizados, porque la persona estaba sola en el mundo. Y no nos olvidemos de que caminamos sobre fosas comunes que todavía albergan a 114.000 desaparecidos en España.

Detrás de cada uno de los números que configuran esas cifras del horror hay una vida. Como la hay también en otra nueva categoría de desaparecidos: los más cercanos en el tiempo y en el espacio y de cuyas muertes somos responsables los países europeos. El “Proyecto Migrantes Desaparecidos” de la Organización Internacional para las Migraciones ha contabilizado, desde 2014, 32.362 personas desaparecidas en el Mediterráneo, aunque dan por hecho que la cifra es mucho mayor ya que algunos naufragios pasan desapercibidos. Algunos pensarán que esto nada tiene que ver con la desaparición forzosa de personas. ¿Pero no les fuerzan, acaso, a una muerte segura las situaciones de violencia extrema, persecución o miseria absoluta de las que huyen? La crueldad y la inhumanidad que achacamos a gobiernos dictatoriales, ejércitos represivos o narcomafias criminales toman su propia forma sibilina en las democracias europeas. No nos engañemos: nuestra indiferencia hacia la muerte de miles de personas en la frontera marítima de Europa nos sitúa en el lado de la inhumanidad, de quienes tal vez no aprietan las tenazas en la tortura, eligen la fosa o dan el tiro en la nuca, pero sí de aquellos que piensan que hay vidas que valen la pena y que otras son absolutamente prescindibles.


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