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Desplome de bancos y de… principios

EL PAÍS

Pronto se sabrán todos los detalles, hasta los más nimios. Mientras se intenta esterilizar el caso. En Estados Unidos estos reveses se investigan a fondo. La prueba es la impecable e implacable biblia de la Gran Recesión (The financial crisis inquiry report, 2011).

El desplome del Silicon Valley Bank —junto a otras dos entidades— será una réplica menor de aquello, pero de (otros) efectos también nefastos. Como la puesta en cuestión de principios que manteníamos como esenciales para la ciudadanía usuaria de las finanzas: la acotada garantía de depósitos, la limitada responsabilidad del contribuyente, la reducción persistente de la vulnerabilidad merced a regulaciones pensadas como irreversibles.

Todo indica que los gestores de la marca bancaria más trendy del mundo erraron. Cabalgaron su tamaño duplicándolo en dos años. Concentraron más de la mitad de sus inversiones en bonos públicos, seguros… siempre que un alza de los tipos de interés no erosionase los viejos títulos y no debiera venderlos antes del vencimiento. Se especializaron con frenesí en un segmento de clientela. Y gozaron del relajo de la supervisión impuesto por Donald Trump, contra las reformas de Barack Obama (como la ley Dodd-Frank).

Pero al sonar la crisis tomaron la buena senda: recapitalizar, ampliar capital. Aunque al abordar la maniobra al modo autosuficiente, sin manto protector de otra entidad o de las instituciones, la búsqueda de refuerzo les autolesionó letalmente: suponía reconocer en público sus debilidades. La fuga de depositantes fue la clásica, pero con más internet. En tropel. En manada. Retiraron 42.000 millones de dólares en un solo día, una cuarta parte del total: pecunia no vis sonitus, el dinero no quiere ruido, decían en Roma. No bastó la venta de bonos por 21.000 millones, con pérdidas de 1.800 millones.

Rápidos, y en tripartito como también es norma en estos casos, la Reserva Federal (Fed), el Fondo de Garantía de Depósitos (FDIC) y el Tesoro, dispararon. Bien. No habría rescate de la entidad (se liquidaba) ni de sus accionistas (perdían sus títulos y depósitos). Algo coherente con el principio de la jerarquía en cascada.

Eso también sintonizaba con dejar la exclusiva de los rescates a la excepcionalidad del gran tamaño (“too big to fail”) —o al carácter interconectado (“too systemic to fail”), según la versión más sofisticada de Raghuram Rajan—, sistémico, de la entidad afectada. El Silicon ni era enorme ni sistémico. Pero parece que influencers convencieron a las instituciones de no llevar el principio de no bail out (nada de rescate externo) hasta el final, hasta el último depositante, arguyendo el glamour tecnológico de la casa… en la carrera con China.

Así que, forzando la normativa, la triada del poder extendió la garantía a todos los depósitos (salvo, como se ha apuntado, los de los accionistas), sin tope de cantidad, desbordando el umbral individual de 250.000 dólares. Que en Europa es de 100.000 euros, aunque aquí el fondo no sea único, sino fragmentado en los nacionales. Este asunto es lo más polémico de la intervención pública: la coartada de que no se dispensa apoyo público a los tenedores del 96% del total depositado es una excusa.

Primero, porque les beneficia la propia intervención pública. Segundo, porque aducir que la FDIC solo cubre los depósitos al inicio y luego ya repercutirá el coste a los demás bancos privados es magia retórica: el caso es que se presta enorme apoyo —y algún coste— público. Y tercero, porque la línea de financiación blanda por 25.000 millones de dólares brindada a los bancos para afrontar problemas de liquidez sin tener que vender a pérdidas su cartera de deuda, la sufraga la comunidad.

¿Quién? La Fed (ya que no parece que directamente el Tesoro, el presupuesto, los impuestos). Para lo que imprimirá moneda, y agravará la inflación, a costear por los demandantes de créditos, los hipotecados, la economía real; quizá peor, balizará una senda recesiva. En suma, más “causa de dolor”, en la siniestra síntesis de su jefe, Jerome Powell. Nada es gratis.

Pero el rescate universal de los depósitos (no del banco, que fallece) es una bomba sin relojería a la arquitectura normativa de solución a las crisis bancarias. Hasta ahora, los depósitos se protegían hasta un límite (¡y un cuarto de billón ya es amplio, acoge incluso a empresas potentes y patrimonios arregladitos!). Por dos razones. Una, de eficiencia. El umbral solía cubrir a la mayoría de clientes. Con lo que el contagio del pánico —ese fatal síndrome de espejo, según el que me puede suceder a mí, que carcome la confianza en que se basa el sistema financiero, dar crédito— se contenía.

Y otra de equidad: con ese tope, el grueso de clientes vulnerables, y/o poseedores de una información asimétrica, peor que la de los gestores y su entorno, se salvaba. Ahora, eficiencia y equidad saltan por los aires. Todo el mundo podrá reclamar el escudo universal público de los depósitos.

Con lo que el riesgo moral que tanto molesta al argumentario liberal se dispara hasta el infinito, zahiriendo también a la razón socialdemócrata. Pues se pasa de salvar bancos, con límites, a rescatar a ricos, sin prácticamente lindes. Y sin contención ninguna, esa prevención del moral hazard era un freno a la conducta del polizón (viajar sin billete) o de su pariente el gorrón (que pague la comida el vecino).

Como recogió Adam Smith en su Riqueza de las naciones, “esa exoneración total de cualquier obligación o riesgo que exceda los límites de una cierta suma, estimula a muchas personas que de ninguna manera arriesgarían sus fortunas” en compañías propias controladas por ellas. Atribuir la responsabilidad (y el coste) a quien no generó el problema, favorece la anomia. El riesgo, al asumirlo un tercero, distorsiona tus propias decisiones. Y las del mercado.

Otro efecto preocupante de destruir las fronteras entre depósitos es que debilita la equilibrada arquitectura entre los tres pilares entrelazados de una unión bancaria. Y triángulo de control de todos los bancos: la supervisión que averigua sus desbalances y es el primer filtro para provocar su autocorrección; la garantía de depósitos esenciales, para cortocircuitar el pánico en caso de crisis; la resolución (reestructuración o venta) o liquidación de la entidad irrecuperable. En traducción esquemática: ¿por qué deberían esforzarse los banqueros en reforzar sus ratios de solvencia, ser rigurosos al conceder créditos y escrupulosos respetando la regulación; y pues, la estabilidad financiera, si todos sus clientes saben que recibirán un confortable salvavidas para cuando vayan mal dadas?

Para Europa, este suceso (aunque pueda contribuir a suavizar la actual senda restrictiva de la política monetaria del Banco Central Europeo), constituye una mala noticia en su intento, desde la Gran Recesión, de edificar su unión bancaria. Pues la eurozona solo dispone de dos ángulos y medio del triángulo. Dos: la vigilancia encarnada en el Mecanismo Único de Supervisión, con su Junta de ídem; y el Fondo de resolución con su correspondiente cortafuegos. El medio son los Fondos de Garantía de Depósitos nacionales. Pero no un único fondo federal, que distribuya las crisis entre todos, reduciendo su intensidad.

¿Por qué? Por la resistencia de Alemania, precisamente al riesgo moral de que sus contribuyentes sufragasen los posibles platos rotos de la banca italiana, hasta que esta reduzca sus propios riesgos. Cuando ya en 2018 Mario Draghi estableció que “la dicotomía” entre reducir y compartir riesgos “es en gran medida artificial, pues ambos objetivos se refuerzan mutuamente” (Risk reducing and risk sharing in our monetary union, Florencia 11 de mayo).

Y es que al cabo, el banco europeo más gamberro no es italiano. Sino el Deutsche Bank, multado por manipular tipos de interés (2015); multado por lavar dinero en Rusia (2017); y sancionado (con acuerdo, por 7.200 millones de dólares) por fraude a las agencias públicas de EE UU Freddie y Fannie en el caso de las hipotecas subprime (2017). Las apariencias engañan.


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