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Dibujar los secretos de la URSS tenía un precio


Igor Tuveri (Cagliari, 1958), más conocido como Igort, tiene nombre de pila ruso, una niñez empapada de música y literatura soviéticas, y una juventud comunista. “Cuando yo era pequeño y todavía no sabía leer, mi abuela me leía novelas de Chéjov y Dostoievski”. La casa en la que se crió en Cagliari (Cerdeña) rezumaba fascinación por todo lo proveniente de las estepas —su padre es compositor—. Con 19 años se matriculó en la universidad de la ciudad más roja de Italia, aquella Bolonia eternamente gobernada por el Partido Comunista Italiano, por entonces un hervidero de movimientos estudiantiles. En 2009 Igort era ya un dibujante famoso, con más de treinta historietas publicadas entre Italia y Japón —en España se habían editado 5 el número perfecto, Fats Waller y Baobab—,que, ilusionado, ponía rumbo a Rusia con un encargo de la editorial francesa Gallimard.
Inevitables e impetuosos como una predestinación, pronto brotaron dos reportajes sobre la antigua Unión Soviética: Cuadernos ucranianos. Memorias de los tiempos de la URSS, publicado en España por Sins Entido, y Cuadernos rusos. La guerra olvidada del Cáucaso, que ahora edita Salamandra. Ambos hurgan con obstinación documental y trazo elegante en la guerra y violencia que tanto castigaron a esos territorios. Estos libros que prestan toda su atención al pasado próximo son valiosas lecturas para entender lo que está ocurriendo en la actualidad.

Yo no soy un profesional ni soy sovietólogo: solo tengo ojos y un buen par de zapatos. Y sé escuchar

El destino se cumple de forma inesperada, sin planificación. “Tenía pensado hacer un libro literario sobre Chéjov, contar su universo a través de las distintas casas en las que había vivido, todas ellas esparcidas por la antigua URSS”, explica Igort en la espartana sede boloñesa de Coconino Press, la editorial de novela gráfica que fundó en el año 2000 y que sobrevive a los sobresaltos del sector gracias a una cuidada selección y a una férrea contención del gasto. Con los codos clavados en la mesa, rodeado por altos montones de libros, Igort parece un soldado en posición defensiva. Alto, de bigote negro perfectamente recortado, su aspecto tiene algo majestuoso, casi severo, características que engrandece la pequeñez del pupitre que ha elegido para sentarse a hablar de Cuadernos rusos. El dibujante tiene una voz dulce y una mirada brillante, curiosa. “Alquilé un piso en Dnipropetrovsk, en Ucrania, y luego otro en Moscú. Era la primera vez que iba con intención de quedarme para escuchar. No quise ir a hoteles, no me gusta. Quiero vivir un lugar, no recorrerlo como un turista. Para entender necesito comprar en las tiendas, pagar las facturas”. Recuerda aquellos momentos del otoño de 2009, en los que, confiesa con palabras reposadas, “cambió el curso” de su vida. “Quería hundirme en la atmósfera de sus historias. Con esa misión, empecé a mirar a mi alrededor, a parar a las personas para entrevistarlas. Preguntarles sobre su día a día, sobre las guerras pasadas, sobre la época de Stalin. Enseguida entendí que la realidad me empujaba hacia otro lado”. El dibujante buscaba inspiración literaria, el hombre encontró la vida. El artista imaginaba sinfonías de la infancia, la voz de la abuela que le leía novelas como cuentos de hadas, pero en el lugar destinado a la ficción irrumpió “la verdad de unos países desesperados, donde se violan los derechos humanos y la gente tiene terror hasta a contestar a preguntas por la calle. Pensé que quizás por primera vez en mi trayectoria de narrador podía ser útil. Podía dar voz a quienes se les ha hurtado el derecho a expresarse”. A quienes sufrieron tantas humillaciones que eligieron el silencio y la supervivencia.
Igort salió a la calle con una cámara, un cuaderno y un intérprete. Durante dos años vivió entre Ucrania, Moscú y Siberia. “Escogía a las personas a las que luego me acercaba como un cartógrafo, por las arrugas que la existencia les había dejado en el rostro. Dejaba que el intérprete hiciera las preguntas, muy abiertas, que había preparado. Yo me quedaba dos pasos más atrás, grabando, tratando de hacerme el mosquito, de desaparecer —como me había sugerido Fabrizio Gatti, un periodista al que tengo una gran estima—, de ser tan invisible como un insecto que no interfiere en la escena, que no la contamina, que no la modifica”. Las caras, las expresiones, los vestidos y las historias de decenas de personas sencillas con las que se cruzaba acababan en un cuaderno de notas: textos, fotos, recortes de periódicos y retratos esbozados a carboncillo, atisbos de viñetas dibujadas con acuarela. “Llamé a Gallimard y le dije que el libro no iba a ser sobre las mansiones de Chéjov, sino sobre Rusia y la guerra del Cáucaso, que quería narrar esa historia a través de las voces de personas anónimas. No busco a héroes, no busco a protagonistas. Para mí la historia no se escribe con letras mayúsculas, sino que es la suma de todas las miles que se escriben con hache minúscula”.

Cuando ya tenía el libro sobre Ucrania publicado y el de Chechenia bastante avanzado, otro encuentro inesperado le hizo modificar sus planes. “Durante una presentación de los Cuadernos ucranianos en París me ocurrió algo digno de una película de espionaje: se me acercó una mujer, me pasó un papelito y antes de desaparecer me dijo: llama a este número”. En su apartamento de la capital francesa, donde reside la mayor parte del tiempo, Igort ejecutó esa extraña orden: al otro lado del teléfono encontró a Galia Ackerman, la traductora y amiga íntima de Anna Politkóvskaya, la periodista del diario ruso Novaya Gazeta asesinada el 7 de octubre de 2006. “En Moscú fui a su barrio, entré en su edificio, me subí al ascensor donde fue acribillada. Quería abrir mis Cuadernos rusos con esa tarde tan fría, con un homenaje discreto, pero el hecho de haber entrado en su círculo más íntimo me llevó a darle más presencia en el libro”.
Cuadernos rusos es una espeluznante novela gráfica sobre la guerra de Chechenia y, en ella, Anna Politkóvskaya hace las veces de ángel de la guarda, de estrella que guía y protege el trabajo del dibujante con su rigor y amor por la verdad: con la consulta de documentos, informes y partes médicos, muy similares a los que ella manejaba, Igort continuó la tarea de la reportera rusa. Fue a Chechenia, habló con madres sin hijos y mujeres sin maridos. Vio fotos y grabó la destrucción de Grozni y de numerosas aldeas. En Moscú encontró a jóvenes soldados rusos, “mandados a la masacre, presas de un machismo simplón, sin formación alguna para mantener el control”.
A Igort le intrigaba la resistencia de la periodista. “Me interesaba su lado humano: ¿por qué razón una madre de dos hijos, que se había librado por los pelos de varios atentados, no se echaba para atrás? Pero mi experiencia allí me hizo entenderlo: cuando ves aquellos documentos, hablas con gente que te cuenta torturas y silencios impuestos, la indignación te hace olvidar la prudencia. Ella decía: ‘Seguí justo porque tenía hijos: para poder mirarlos a los ojos”. Así, la periodista se convirtió en una “suerte de militar”. Su vida privada había desaparecido al servicio de las historias. “Tras sufrir un envenenamiento, solo podía comer té y panecillos con queso. Gaia me enseñó la tienda donde se compró un vestido elegante durante un viaje a París”. Uno de los rarísimos mimos de una existencia que se había convertido en misión. “Yo no soy un profesional ni soy sovietólogo: solo tengo ojos y un buen par de zapatos. Y sé escuchar. Lo que busqué, y encontré con sufrimiento, es la vulnerabilidad y la potencia de las personas anónimas. Esa es la belleza del hombre, no le encuentro otro sentido al breve paseo que damos por la tierra”, concluye el dibujante.

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