La complejidad del sistema competencial en España exige una vigilancia reforzada que impida posibles fallos de coordinación y complementariedad. Esa ley general debería ser redoblada de todas las maneras posibles cuando las medidas van destinadas al auxilio urgente de la población más expuesta a la exclusión social. Han fallado esta vez los sistemas de protección para combatir los efectos devastadores de la pandemia sobre la pobreza y la pobreza extrema. Múltiples estudios se han afanado en denunciarlo con estimaciones que apuntan a un sustancial incremento de personas en esa situación límite, con especial virulencia entre jóvenes, mujeres y los trabajadores más precarizados. El informe Foessa presentado el 18 de enero identificaba a más de 600.000 hogares en España sin ningún tipo de ingresos. Contra esa situación, el Gobierno promovió el ingreso mínimo vital (IMV) como instrumento destinado a paliar los daños en los primeros momentos de la crisis de la pandemia, pero su accidentada puesta en marcha y la complejidad de sus procedimientos derivó en un despliegue exageradamente lento: no llegó a su objetivo de beneficiar a 800.000 personas hasta un año después de su lanzamiento, en septiembre de 2021.
Las familias sin recursos y en un estado de vulnerabilidad radical no tenían ese tiempo de espera, pero tampoco merecían una descoordinación como la que revela la Asociación de Directores y Gerentes de Servicios Sociales. Sus datos son desoladores: en 2020 siete comunidades autónomas (Madrid, Aragón, Baleares, Galicia, Castilla y León, Castilla-La Mancha y La Rioja) redujeron sus asignaciones de rentas de inserción de sus sistemas autonómicos cuando se puso en marcha el IMV. Disponían de algo más de 1.600 millones de euros para esa finalidad y la función del IMV debía reforzar esas ayudas regionales, no sustituirlas ni asignar esa función de emergencia social a la acción del Gobierno. Menos todavía, si era evidente que el ingreso mínimo vital no llevaba la velocidad necesaria de aplicación ni era capaz de llegar a donde debía. Esos fondos deberían haber sido destinados por las comunidades autónomas a complementar las limitadas coberturas del IMV, cuyos requisitos no cumplen todas las personas con mayor vulnerabilidad social, o para actuar como un complemento adicional a la renta estatal.
Sin embargo, estas comunidades autónomas decidieron reducir sus presupuestos, de modo que fuera la política estatal quien se hiciera cargo de la población más necesitada. Todas las comunidades autónomas tienen competencias en servicios sociales que obligan a una coordinación más eficaz del sistema de protección en España, particularmente cuando hablamos de sectores muy desprotegidos y, a menudo, sin ni siquiera conciencia de las ayudas disponibles. La puesta en marcha de la comisión de seguimiento del IMV, que acaba de aprobar el Gobierno, pretende agilizar las ayudas y los problemas de funcionamiento detectados en estos meses. Pero también debe servir para que Gobierno y comunidades autónomas coordinen sus esfuerzos en la lucha contra la pobreza y la exclusión social.
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