El éxito de series como Guerra y paz o Downton Abbey o la capacidad que tienen los cuentos de princesas de deslumbrarnos desde que el mundo es mundo tienen mucho que ver con el espectáculo de la desigualdad: nos fascina contemplar cómo los ricos son capaces de serlo sin preocuparse por sus criadas, cómo sufren angustiosamente sus vahídos sin que les inquieten la soledad, las separaciones o desgarros de quienes les asisten. La jaqueca nació para ellos.
Mientras una rana pueda convertirse en príncipe con solo obtener un beso ¿a quién le importan la artritis, el luto, el desamor o la tristeza de doncellas, mayordomos, cocineras o chóferes que les rodean expectantes y que han desplazado sus propios logros y sufrimientos por los de ese batracio privilegiado? Reconozcámoslo: observarlo es irresistible. Porque deslumbra esa desigualdad y porque deslumbra sobre todo la indiferencia ante los que les rodean, un público inevitable que además aplaudirá su desafinado croar como si fuera un aria cantada por María Callas.
Y ahora estamos asistiendo colectivamente a otro de esos cuentos: nosotros, humilde pueblo en la cola eterna de los ambulatorios o laboratorios, pueblo “autocuidado” (en palabras de Díaz Ayuso) y correspondientemente “jodido” por el Estado si no se vacuna (en palabras de Macron), contemplamos cómo un príncipe serbio entrena vigorosamente sin haber cumplido con la reglamentación. Al pueblo más le vale hacerse una PCR tras otra pagada de su bolsillo y sacarse el pasaporte Covid para tomar una cerveza en Italia o Alemania; si ese pueblo trabaja en Ikea tendrá incluso una menor prestación si no está vacunado; pero si eres él, príncipe maleducado y soberbio, puedes botar una pelotita tras otra riéndote del resto del mundo tras pisar mil fiestas sin mascarilla ni pinchazo desde Marbella a Belgrado. Su padre le llama Jesucristo.
Y el espectáculo no es entonces el tenis, no son los 20 grandes conquistados, sino la arbitrariedad de todo un Estado que creíamos respetable como Australia para besar la rana y reponerle sus privilegios; y el descaro de un Gobierno europeo como Serbia para enarbolar la bandera de la ofensa nacional. Qué peligro, qué recuerdos tan funestos llegan de tierras balcánicas.
Djokovic podrá jugar como los ángeles, podrá insultar e incluso no vacunarse. Pero el Estado de derecho se ha construido para que la arbitrariedad no permita a nadie salirse con la tuya por ser príncipe. En Australia no se juega un open de tenis, sino la batalla de la democracia y el sentido común.
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