Doña Rosario y la política

La historia de doña Rosario Ibarra de Piedra es también el relato de la transición a la democracia; reconocer su trayectoria es también reconocer a todos aquellos que apostaron por la política para cambiar al régimen.

Ernesto Núñez Albarrán
@chamanesco

“Yo parí a mi hijo físicamente, pero políticamente fui parida por él”.
Rosario Ibarra

En 1973, cuando su hijo Jesús optó por la vía armada para tratar de derrocar al régimen, Rosario Ibarra no se imaginaba que sería ella quien, muchos años después, terminaría derrotando al régimen por la vía pacífica de la resistencia civil y la política.

La biografía de Rosario Ibarra (Saltillo, 1927) no sólo es la historia de la simpática hija del ingeniero Ibarra, la esposa del doctor Piedra, la madre de Jesús, la luchadora incansable y una figura clave en la lucha por los derechos humanos.

También es la historia de nuestra transición a la democracia; un relato de tensiones, confrontaciones, luchas ideológicas y un largo y lento proceso de reformas legales y construcción de condiciones democráticas.

A su hijo, como a muchos jóvenes, les fue cancelada la vía política con sucesos como los de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas y el Halconazo de 1971, por un régimen que decidió reprimirlos, golpearlos, perseguirlos, encarcelarlos, desaparecerlos y aplastar sus ideales.

Jesús Piedra Ibarra, y muchos otros, encontraron en organizaciones guerrilleras como la Liga 23 de Septiembre, la única vía que consideraron viable para combatir al peor PRI, el PRI autoritario y asesino de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría. Y lo único que encontraron fue más persecución, represión, prisión, muerte, desaparición forzada, incomprensión.

A Rosario, el Estado le desapareció a su hijo en abril de 1975, en Monterrey; dos años después del intento de secuestro y asesinato del empresario Eugenio Garza Sada. Y, sin embargo, ella decidió creer en la política.

Buscó en estaciones de policía, cuarteles militares, hospitales, agencias del Ministerio Público, oficinas gubernamentales, morgues, y encontró silencio, desprecio y el rechazo de las familias acomodadas y conservadoras de Monterrey.

Tocó las puertas de palacios de Gobierno, encabezó plantones y huelgas de hambre, habló 39 veces con Luis Echeverría, y no encontró a su hijo.

Y, sin embargo, doña Rosario creyó en la política.

En 1977, fundó el grupo Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos de México, que después se convertiría en el famoso Comité Eureka.

Convenció a otras “Doñas” que buscaban a sus hijos de manifestarse en la Catedral Metropolitana y ponerse en huelga de hambre, y fundó el Frente Nacional Contra la Represión.

Pasaron los años y nunca pudo gritar “¡eureka!”, la palabra que prometió a su esposo pronunciar cuando encontrara a su hijo.

Y, sin embargo, Rosario volvió a creer en la política.

En 1982, un partido de inspiración trotskista, recién salido de la clandestinidad tras la reforma política promovida por Jesús Reyes Heroles entre 1977 y 1979, le ofreció ser su candidata a la Presidencia.

Con el Partido Revolucionario de los Trabajadores, Rosario se convirtió en la primera mujer candidata al máximo cargo político del país. Lo hizo sin título académico, sin estrategia ni estructura, pero con la firme convicción de visibilizar el movimiento de desaparecidos, presos y perseguidos políticos.

La candidatura presidencial de doña Rosario fue un testimonio de que, si bien la izquierda había sido reconocida legalmente con el derecho a participar en los comicios, eso no era suficiente para conquistar la democracia.

Sus 416 mil 448 votos representaron apenas el 1.7 por ciento de la votación nacional, pero le dieron sentido de lucha a muchos jóvenes, universitarios y líderes de izquierda que aún se debatían entre la vía electoral y la guerrilla.

Aquella elección transcurrió en condiciones absolutamente inequitativas, y dio paso al gobierno de Miguel de la Madrid y la prolongación de un régimen de mano dura.

Y, sin embargo, Rosario creyó una vez más en la política.

En 1988, el PRT volvió a postularla a la Presidencia de la República y, aunque se negó a sumarse a la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas y el Frente Democrático Nacional, después de las elecciones acompañó al ingeniero en las manifestaciones contra el fraude electoral.

Fue detractora de la caída del sistema, de la imposición de Carlos Salinas de Gortari, de su hostigamiento y persecución a militantes perredistas y de sus políticas privatizadoras.

En 1994, abrazó el levantamiento zapatista en Chiapas, acompañó al subcomandante Marcos en su lucha y presidió la Convención Nacional Democrática convocada por el EZLN en Guadalupe Tepeyac.

Pero, al mismo tiempo, creyó en la política: acompañó la segunda campaña presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas y, en agosto de ese año, fue electa diputada federal por el PRD.

Como legisladora, impulsó el diálogo con los zapatistas, se reunió 12 veces con la comandancia del EZLN y condenó la declaración de guerra de Ernesto Zedillo contra los rebeldes. Vio cómo nacían y cómo se frustraban los Acuerdos de San Andrés.

Años después se distanció del EZLN y, en 2006, se sumó a la campaña de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de la República.

Nuevamente, ella y su candidato perdieron frente al régimen, que encontró en el panista Felipe Calderón un instrumento para cerrarle el paso a la izquierda.

Junto con AMLO, Rosario Ibarra alegó fraude, asistió a marchas, mítines y plantones, y fue ella quien le entregó la banda de “presidente legítimo” el 20 de noviembre de 2006.

Pero también entonces, Rosario creyó en la política.

Asumió el cargo de senadora de la República y, desde el escaño, impulsó las causas en las que siempre ha creído.

Fue mediadora en un último intento de diálogo entre el Estado mexicano y el movimiento zapatista y, cuando la guerra contra el narco declarada por Calderón desangraba al país, promovió una ley para penalizar la desaparición forzada.

En 2012, su candidato volvió a ser derrotado y regresó el PRI, pero ella no dejó de creer en la política.

El 1 de julio de 2018, cuando López Obrador acudió a votar a una casilla en el sur de la Ciudad de México, escribió en la boleta el nombre de doña Rosario Ibarra de Piedra.

Y ese día, a sus 91 años, Rosario pudo ver, finalmente, el triunfo de la izquierda en la que creyó y militó; la victoria del candidato al que llamaba hijo, el fruto de más de 40 años de lucha social y reformas políticas.

La medalla Belisario Domínguez que le ha otorgado el Senado de la República no es sólo un galardón a su lucha y un reconocimiento a la búsqueda incansable de los desaparecidos. Es también una recompensa a todos los que, pese a todas las adversidades, no dejan de creer en la política.




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