Una ilustración de un hombre que sale de viaje.

Sentado en una piedra, cigarrillo en mano, frente al hotel de la ciudad alemana de Stuttgart donde por una noche me alojo, los veo desfilar. No diría que tienen mal aspecto, aunque en sus rostros se advierte seriedad, tal vez cansancio. No parecen vagabundos. Los hay de diferentes edades, más jóvenes y más viejos, incluso niños y niñas. Pero en ellos descubro una extraña regularidad: cada uno de ellos carga dos maletas. Alguno lleva además una mochila de la que puede colgar algún objeto. Un osito de peluche, por ejemplo.

Es la regularidad de las dos maletas y la cantidad de ellos que va pasando (veinte, veinticinco) lo que me pone en alerta. No son una caravana de turistas que abordará un autobús, o peregrinos ejecutando una marcha voluntaria. Y aunque no les pregunto, concluyo que son un par de decenas de los millones de refugiados ucranianos que han tenido, que han podido escapar del horror de la guerra y la muerte. ¿A dónde van ahora con sus dos maletas?

No puedo saber su rumbo, pero puedo imaginar qué llevan en las maletas y qué han dejado atrás. En el sitio donde vivieron hasta hace unas semanas han debido abandonar toda su historia de vida, construida por años. En las maletas cargan todo lo que tienen, mientras buscan un nuevo lugar en el mundo, por un tiempo o para siempre.

La historia se repite. Siempre puede repetirse… Con dos maletas, exactamente dos maletas, salieron hace unos ochenta años millones de judíos alemanes que lograron escapar del horror que se les venía encima. Algunos quizás pasaron por esta misma vereda de Stuttgart. Las autoridades nacionalsocialistas, cuando al fin les daban un salvoconducto que les permitía abandonar el que por siglos había sido su lugar de residencia en la tierra, solo les permitían viajar con dos maletas. El resto de sus pertenencias quedaban atrás, como la vida y la historia que habían vivido.

También con solo dos maletas vi partir, hace unos cincuenta años, a algunos de mis tíos y conocidos que emigraban de Cuba hacia Estados Unidos o España. En esas dos maletas, las únicas que les permitían sacar de la isla, debían condensar las magras posesiones con que se les autorizaba a viajar. En sus casas quedaba el resto de sus pertenencias y recuerdos, la existencia hasta entonces vivida.

El drama de los exilios forzados, de la búsqueda de otro lugar en el mundo, de la huida del miedo y la represión, de la pobreza y el hambre o del terror más brutal se repite una y otra vez. Se repitió ayer mismo con los refugiados sirios (a los que, por cierto, pocos dieron una muy cordial bienvenida) y se vive hoy con los ucranianos que huyen de los morteros, bombas y balas (como las que se usan en las guerras) disparadas o lanzadas en el curso de la supuesta “operación especial” rusa ordenada por Vladimir Putin. La huida se replica cada día, en cifras incontables, con los migrantes del sur que buscan el norte, por el Mediterráneo, por el Río Bravo, por donde sea posible, hacia donde haya una esperanza de futuro, al menos de preservar la vida.

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En alguno de sus libros Milan Kundera dice que nadie se va del sitio en que es feliz. Solo que hay diferentes maneras de irse. La que practican hoy esos ucranianos que he visto pasar frente a mi confortable hotel de Stuttgart, arrastrando toda su vida en dos maletas, es tan infame como otras tantas huidas practicadas a lo largo de la Historia.

Y lo más alentador (si fuera posible usar la palabra) es que a esos refugiados que he visto pasar frente a mí hay Estados, instituciones, gente privada que les tiende una mano. Lo más triste es que, en la geopolítica en curso, esos seres humanos apenas son cifras: la razón de su desgracia estriba en ser fichas de un macabro juego de poderes que insiste en rifarse el dominio del mundo (o al menos una parte, entre más grande, mejor), con todo lo que tiene dentro, incluidos los seres humanos. Poderes para los que las guerras siempre serán contingencias posibles sobre el tablero de sus ansias. Aunque implique a personas que deben escapar apenas con dos maletas.

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