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Dostoievski y el peso del mundo

Dostoievski, en un retrato de Vasili Perov de 1872.

Fiódor Mijaílovich Dostoievski nació hace 200 años en Moscú y su obra, desmesurada y atravesada por la desgarradora hondura de las grandes palabras, sigue ahí al alcance de los lectores de una sociedad como la actual, descreída, alejada de toda trascendencia, volátil. ¿Tienen hoy recorrido los temas que un día obsesionaron al escritor ruso? ¿Lo tiene su estilo fogoso y ese afán por poner en escena los asuntos más diversos, vistos siempre desde perspectivas distintas, discutidos, exprimidos al máximo? La culpa, los latigazos de una conciencia que no encuentra acomodo en un mundo que se transforma, las viejas preguntas por el sentido de la vida, las infinitas lacras de la injusticia, la tentación del juego y de la bebida y de perderse, el nihilismo: todos esos imponentes asuntos los encarnó Dostoievski en distintos personajes que poco a poco cobraban envergadura por la enorme tensión de las cuestiones a las que se veían arrastrados, por el peso del mundo que los enfrentaba a sus contradicciones, los empujaba al mal o les exigía procurarse algún camino de salvación. “Ahora el hombre ama la vida porque ama el dolor y el terror, y ahí está todo el engaño”, dice un personaje de Los demonios (Alianza). “Ahora el hombre no es todavía lo que será. Habrá un hombre nuevo, feliz y orgulloso. A ese hombre le dará lo mismo vivir que no vivir; ese será el hombre nuevo. El que conquiste el dolor y el terror será por ello mismo Dios”.

Vivir o no vivir, tener el arrojo suficiente para quitarse la vida, conquistar el dolor: ahí se movía Dostoievski a sus anchas. El 22 de diciembre de 1849 estuvo a punto de ser colocado delante de un pelotón de fusilamiento y le quedaba poco para dejar el mundo cuando llegó el indulto que al fin concedió el zar Nicolás I a un grupo de prisioneros condenados a muerte. Lo habían detenido unos meses antes junto a otros intelectuales del Círculo Petrashevski: compartían ideas reformistas para acabar con las injusticias en Rusia y estaban cerca de las ideas de los socialistas utópicos. A Dostoievski lo enviaron a pasar cinco años en un penal de Siberia, en Omsk, y luego fue destinado otro lustro a servir en una fortaleza de Kazajistán. “Llegaban al presidio aquellos que, en libertad, habían perdido toda medida y rebasado todos los límites, hasta tal punto que daban la impresión de haber acabado cometiendo sus crímenes, no por voluntad propia, sino sin saber por qué, en una especie de delirio o de embriaguez; a menudo por una vanidad elevada a un grado sumo”, escribió en Memorias de la casa muerta (Alba). Cuando lo condenaron fue desprovisto de su título de noble, de su graduación militar de teniente de ingenieros y de sus derechos civiles. De vuelta de aquel infierno abandonó sus afanes de cambiarlo todo, se hizo más conservador, se refugió en la religión y en la vieja Rusia.

Había nacido el 11 de noviembre de 1821, su padre era médico, su madre le contagió su afición por la lectura. Tuvo una excelente formación en San Petersburgo, pero no le interesó la milicia y terminó volcándose en la literatura. Su primera novela, Pobres gentes, apareció en 1846 y tuvo cierto éxito, así que siguió publicando y reveló ya entonces su interés por los conflictos psicológicos, la mirada social, la reflexión filosófica. Gastaba por encima de sus posibilidades y se endeudaba con frecuencia. La herida profunda que le produjo su destierro a Siberia fue una de las muchas que tuvo en su vida. Se casó en 1857 con Anna Dmitrievna cuando no era más que un soldado raso del séptimo batallón en Semipalatinsk y, al poco tiempo, se le diagnosticó una epilepsia como enfermedad crónica. Regresó por fin a San Petersburgo antes de empezar 1860 y un par de años después, cuando su matrimonio daba muestras de desgaste, viajó solo por Europa. Descubrió el juego, perdió grandes cantidades en la ruleta, se enamoró de Apolinaria Suslova, una mujer mucho más joven que él con la que tuvo una relación explosiva. En 1863, ya en casa, perdió a su primera mujer. Se volvió a casar en 1867 con Anna Grigorievna, a quien dictó El jugador, la novela que recogía su tumultuosa pasión anterior. Todavía lo golpearon otras desgracias: perdió a un hijo de su primer matrimonio, a una hija del segundo, su hermano Mijaíl murió en 1864.

Fue ese hombre roto y curtido por tantas penalidades el que daría a partir de ese momento sus mayores obras, escritas muchas veces con torpeza, arrastrado por un torrente caudaloso que lo empujaba a hurgar en los subterráneos de la conciencia y que lo llevaba a hacer estallar los dilemas y miedos del ser humano. Crimen y castigo, El idiota, Los demonios y Los hermanos Karamázov son novelas atravesadas por personajes que se ven desbordados por el enorme peso de ser conscientes de lo que significa vivir.

Dostoievski murió el 9 de febrero de 1881. Estos días, al hilo de los 200 años de su nacimiento, han aparecido algunos títulos que recuperan su obra o que la iluminan. Lo hace la biografía del rumano Virgil Tanase, Dostoievski (Ediciones del Subsuelo), que sabe restituir con nervio y eficacia las peripecias del escritor y las circunstancias que alimentaron sus obras. Y lo hacen también Tamara Djermanovic en su personal acercamiento que resume en El universo de Dostoievski (Acantilado) una larga relación con el escritor, y Nicolás Caparrós, en Dostoievski en las mazmorras del espíritu (Malpaso). Galaxia Gutenberg ha publicado el segundo volumen de su obra completa, que incluye El sueño del tío, La aldea de Stepánchikovo, Humillados y ofendidos y Apuntes de la Casa Muerta, piezas todas que están escritas o concebidas en la fase final de su largo destierro. Ayer Páginas de Espuma presentó las más de 2.000 páginas de Diario de un escritor.

Sin pelos en la lengua

No tiene nada que ver con un diario, son artículos de prensa que empezó a escribir bajo ese rótulo porque en ellos hablaría, según sus palabras, “para mí mismo y por puro gusto (…) de todo lo que se me ocurra, o de lo que me haga pensar”. Lo explica el responsable de la edición, Paul Viejo, en la nota previa que preside los dos volúmenes que, al cabo, han terminado reuniendo todas las piezas periodísticas de Dostoievski, y no solo las que en tres momentos distintos publicó bajo ese epígrafe: en 1873, en 1876 —como cuadernillo mensual editado, redactado y financiado por el propio escritor— y en 1891. Es su última época, y Dostoievski se pronuncia sobre todo, de lo más pequeño a lo más grande, con la mayor libertad, sin pelos en la lengua y sacando habitualmente las cosas de quicio. En El jugador, un caballero británico le comenta al protagonista al hilo de una conversación: “Únicamente los rusos son capaces de hermanar tantas contradicciones a un tiempo. En efecto, así es, al hombre le gusta hallar a su mejor amigo humillado ante él. La amistad se basa en gran parte en la humillación. Es una vieja verdad que conocen todas las personas inteligentes del mundo”. Dostovieski cumple hoy 200 años, y quién sabe si este tipo de observaciones puedan tener todavía eco en una sociedad pacata como esta de hoy, que se desquicia con los matices y que todo lo quiere en blanco y negro.

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