
Hay empresas que nunca deberían despedir a su personal. Porque son empresas que esparcen su dulzura por el mundo vigilando, a la vez, nuestros niveles de azúcar. Preocupándose por nuestro bienestar físico, mental, y nuestra formación en valores. Multinacionales benefactoras que esparcen por cada recodo planetario un mensaje de paz. En sus plantas embotelladoras, un sentido de la vida luminoso hace tintinear las botellas que suenan a villancico. Hay empresas que tendrían que borrar de sus lexicones palabras como saldo, beneficio, cuentas, plusvalía. Amor, amor, amor, incluso poliamor y sensibilidad queer. Respeto. To-le-ran-cia. Salud, solidaridad, resiliencia, ecología, familia tradicional y/o polimórfica, alegría, juventud, jubilados bailarines. Hay empresas que, por cómo se proyectan en nuestras vidas cotidianas, deberían ser inscritas en los registros mercantiles como iglesias no sectarias y catedrales del coaching, la nutrición equilibrada, el antirracismo, el yin y el yang, los dientes sanos. Sin embargo, a veces estos emporios del azúcar adictivo y otros edulcorantes se ven obligados a pinchar sus refrescantes burbujas y despedir a gente para poder emprender proyectos relacionados con su férreo compromiso ante las devastaciones del cambio climático. Esquilman los acuíferos de países en vías de desarrollo, pero esto no es importante porque la paz mundial y la sana competencia están por encima de la tierra cuarteada y la fecha de caducidad de los alimentos para una trabajadora despedida. A veces, el almíbar muta en jarabe de palo.
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