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Echar al presidente



No hay sorpresa. El impeachment o proceso de destitución estaba cantado. Lo estaba incluso si Hillary Clinton, que sacó tres millones de votos más que Donald Trump en la elección presidencial, hubiera obtenido también más delegados y alcanzado la Casa Blanca. “¡Encarceladla!” era el cántico premonitorio entonado en los mítines republicanos.

Con Trump era más fácil. La lista de delitos y faltas que se le atribuye es interminable. Nadie ha mentido tanto desde la presidencia. Nadie ha tenido tantos casos judiciales abiertos, especialmente por abusos sexuales. Nadie ha confundido tanto desde la Casa Blanca sus intereses y negocios privados con los intereses del país. Ni siquiera ha querido revelar su declaración al fisco, como han hecho habitualmente los presidentes desde la década de los setenta.
No basta con que el presidente haya cometido un delito para que sea juzgado y destituido por el Congreso. Debe ser un delito especial —traición, soborno u “otros delitos o faltas graves”, según la ambigua redacción constitucional—, instruido por la Cámara de Representantes por mayoría absoluta, y luego sentenciado por el Senado por mayoría de dos tercios.
Esta semana el comité judicial de la Cámara ha recibido el encargo de redactar los artículos de la destitución por abuso de poder y obstrucción a la justicia, dando por probado que “usó los poderes de su cargo para solicitar la interferencia de un Gobierno extranjero en provecho propio de cara a la elección presidencial de 2020”.
La destitución es improbable, pero sea cual sea el desenlace, condicionará la campaña y la elección de 2020. Según el alegato republicano contra el impeachment, el único objetivo de los demócratas, que consideran sin fundamento en hechos punibles, es evitar precisamente que Trump renueve su mandato.
Este procedimiento tan singular suele producir efectos sobre el equilibrio de poderes y el sistema político, con independencia del resultado, que siempre ha sido negativo. El impeachment más transformador fue el de Richard Nixon, que renunció a la presidencia sin necesidad de empezar el procedimiento, ante la evidencia de los delitos y la actitud hostil de su propio partido, el republicano.
Trump tiene ante sí el desafío de evitar la destitución y luego permanecer en la Casa Blanca cuatro años más. Si lo consigue, tendrá un poder inmenso, amenazante para el Estado de derecho, para la democracia y, naturalmente, para lo que quede entonces del orden internacional.
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