El jurista polaco Raphael Lemkin tuvo que acuñar, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial y cuando el mundo descubrió los horrores del Holocausto, un nuevo nombre para lo que la humanidad se había hecho a sí misma: el delito de genocidio, es decir, el intento de exterminar a un grupo étnico solo por el hecho de existir. Junto a los crímenes de guerra y contra la humanidad, entró a formar parte de los delitos perseguidos por la Corte Penal Internacional (CPI), que se rige por el Estatuto de Roma, ratificado hasta el momento por 123 países. Ahora, un grupo internacional de 12 juristas está trabajando en la redacción de un nuevo delito, con el objetivo de agregarlo a este estatuto. También ha sido necesario acuñar una nueva palabra: ecocidio.
Con este término, que utilizó por primera vez el político socialdemócrata sueco Olof Palme en los años setenta, se pretende criminalizar la destrucción de ecosistemas y un ataque irreversible contra el medio ambiente. La definición de ecocidio es una iniciativa de la sociedad civil, impulsada por la campaña Stop Ecocide, que pretende tener efectos concretos sobre la legislación internacional, pero también sobre la de los propios países. El panel de expertos comenzó a trabajar en enero y la idea es presentar un borrador en junio, que será discutido públicamente antes de establecer un texto definitivo, que se presentará a los Estados firmantes del Estatuto de Roma.
Uno de los juristas que forman parte del panel como vicepresidente es el británico Philippe Sands, profesor de derecho, abogado experto en justicia internacional que ha llevado casos ante la CPI y también escritor, autor de Calle Este Oeste (Anagrama), un libro que relata el nacimiento de los delitos de crímenes contra la humanidad y genocidio y su aplicación contra la cúpula nazi. En una entrevista desde Londres, Sands no quiere poner ejemplos concretos de lo que podría ser un ecocidio, porque la discusión se encuentra todavía abierta, pero sí adelanta alguno de los problemas que están sobre la mesa.
“Uno de los debates que mantenemos en el grupo es hasta qué punto el nuevo delito de ecocidio debe tratar de proteger el medio ambiente como un fin en sí mismo”, señala Sands. “En otras palabras, no simplemente como un medio para proteger el bienestar del ser humano. Mi punto de vista es que quiero evitar un enfoque antropocéntrico y deberíamos lograr que el medio ambiente sea protegido como un fin en sí mismo, no simplemente para hacer el mundo un lugar mejor para nosotros. Y este es un debate intenso”.
Ya en la actualidad la CPI puede examinar casos de destrucción del medio ambiente por el daño que provoca sobre los seres humanos; de hecho, está estudiando una denuncia presentada contra el presidente de Brasil, el ultraderechista Jair Bolsonaro, por los incendios y la desforestación del Amazonas. También la destrucción voluntaria de ecosistemas es un crimen de guerra, pero solo puede ser investigado en el contexto de un enfrentamiento armado. Además, la sensibilidad ecológica de la fiscalía de la CPI es cada vez más importante. En un documento de 2016, la fiscalía sostenía que iba a prestar especial atención “a los delitos que se cometen mediante la destrucción del medio ambiente, la explotación ilegal de los recursos naturales o la apropiación ilegal de tierras”.
Sands mantiene que la persona que ha ocupado el papel que tuvo Lemkin en 1945 es la abogada escocesa Polly Highins, quien publicó en 2011 un ensayo, Eradicating ecocide, en el que proponía un cambio legislativo internacional que se trasladase a los países, pues muchos Estados no consideran un crimen concreto la destrucción de ecosistemas. Highins falleció de cáncer en 2019 a los 50 años y no pudo ver su idea llevada a cabo. “En este momento, más allá de los posibles litigios por daños y perjuicios por parte de individuos”, escribió Highins en su libro, “no existe un mecanismo legislativo concreto cuando se produce, por ejemplo, un vertido masivo de petróleo. No tenemos las leyes que nos permitan que algo así no vuelva a ocurrir”.
Olof Palme acuñó el término ecocidio en 1972, al abordar el uso que Estados Unidos hizo durante la Guerra de Vietnam del agente naranja, un herbicida que el ejército del país norteamericano lanzó sobre las selvas donde se escondían los comunistas. Pero fue Highins quien trabajó para que formase parte del cuerpo jurídico reconocido por Naciones Unidas. Copresidido por Sands y por la jurista senegalesa Dior Fall Sow, el panel de expertos está integrado también por la estadounidense Kate Mackintosh, el británico Richard J. Rogers, Tuiloma Neroni Slade (de Samoa y antiguo juez de la CPI), la bangladesí Syeda Rizwana Hasan, la francesa Valérie Cabanes o el jurista hispano chileno Rodrigo Lledó (presidente de la Fundación Baltasar Garzón).
No es la primera vez que se enmienda el Estatuto de Roma: en 2010 se introdujo un nuevo delito, crimen de agresión, definido como el uso de la fuerza armada por parte de un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro Estado. Solo es válido para los países que, como España, han reconocido el cambio. La CPI fue una iniciativa de la ONU y entró en vigor el 1 de julio de 2002. De hecho, cuando en los años noventa se preparaba el estatuto, el concepto de crímenes contra el medio ambiente apareció en las discusiones, pero fue finalmente descartado.
Un camino difícil
Los juristas se muestran esperanzados, pero tienen claro que el camino para que este delito llegue a la CPI no será sencillo. Primero, porque entra un nuevo actor entre los posibles perseguidos: ya no se trata solo de individuos, sino que muchos delitos que podrían entrar dentro del espectro de ecocidio son cometidos por grandes corporaciones multinacionales. Segundo, por los enormes intereses económicos en juego. Tercero, por el problema de determinar la voluntariedad de cometer ese crimen: probar una destrucción deliberada de un ecosistema no resulta fácil.
Rodrigo Lledó explica así este último debate: “Al igual que el genocidio definía la voluntad de destruir a todo un grupo étnico, el ecocidio tratará de perseguir el daño irreversible y deliberado del medio ambiente. Pero ¿qué ocurre con desastres medioambientales que se producen por una negligencia extrema? Una presa construida con materiales de mala calidad puede producir un ecocidio. O una empresa minera que construye una balsa con materiales tóxicos sin tomar las medidas de seguridad adecuadas también puede provocar un desastre. ¿Supuestos como estos van a formar parte del delito de ecocidio? Es un debate que estamos teniendo y que también queremos que tenga la sociedad una vez que presentemos un borrador”.
Sands cree que se pueden sacar lecciones de lo que ocurrió tras la Segunda Guerra Mundial en torno a la definición de genocidio. Para que fuese aceptado por los países vencedores del conflicto, entre los que estaba la URSS de Stalin, se estableció una definición muy estrecha: solo es aplicable a grupos religiosos o étnicos, no a persecuciones políticas ni culturales, y es necesario demostrar ante un tribunal la voluntad de destrucción, lo que no resulta nada fácil. Los crímenes de genocidio reconocidos por la justicia internacional se pueden contar con los dedos de una mano. “Estamos preparando un texto que sea extremadamente práctico. Hay que encontrar un término medio entre algo que sea perfecto, impecable y teóricamente magnífico, pero que tiene cero perspectivas de éxito, o hacer compromisos y llegar a una definición más limitada, pero que tiene más posibilidades de ser adoptada por los países. Con la definición de genocidio se tuvo un debate similar”.
Lo que empezó siendo un proyecto un poco utópico, con la amenaza creciente del cambio climático se ha convertido en una perspectiva real, que ya cuenta con el apoyo público del presidente francés, Emmanuel Macron, que se mostró en julio dispuesto a “garantizar que este término se consagre en el derecho internacional para que los dirigentes rindan cuentas ante la Corte Penal Internacional”. El papa Francisco también se ha mostrado a favor de su inclusión. “Creo que algo está sucediendo”, sostiene Sands sobre las posibilidades de éxito de la iniciativa.
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