Eduardo Sacheri (Castelar, Argentina, 54 años) tiene sangre italiana (su bisabuelo Sacheri, músico, fue el que emigró a América) y gallega por el lado materno, de O Rosal (Pontevedra), de donde heredó el apellido Álvarez. En 2005 publicó su primera novela, La pregunta de sus ojos, que convirtió con Juan José Campanella en El secreto de sus ojos, película ganadora de un Oscar y taquillazo mundial. En ella pronuncia Ricardo Darín las famosas frases que definen, como pocas, el espíritu de un fanático del fútbol. “Un tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar: no puede cambiar de pasión”. Seis novelas y varios volúmenes de relatos después, Sacheri presenta ahora El funcionamiento general del mundo (Alfaguara, 2022), la historia de un viaje improvisado por la Patagonia de un padre con sus hijos adolescentes y enfadados (con el padre, con el mundo) que se revela como viaje interior del propio padre a su propia adolescencia, y los hechos ocurridos durante un torneo de fútbol en el que él era portero. Sacheri, que ha aprovechado la visita a España para acudir al Bernabéu a ver el Real Madrid-Granada, fue hincha del Barcelona durante muchos años. “Los que estuvo Messi, nunca antes y tampoco después. Por eso ahora miro los partidos del PSG, porque juega Messi. Encima mi hijo tiene 25 y ama a Cristiano Ronaldo”. ¿Y el ocaso de Messi? “En Argentina se da la paradoja de que su primer gran título lo ganó este Messi del ocaso (que no es el ocaso de un jugador normal, en su ocaso gana el Balón de Oro, para que nos entendamos). Messi deslumbraba al mundo y en la selección no pasaba nada. Nos quedamos —lo digamos o no lo digamos— con este Messi, que es el líder de un grupo de jugadores más jóvenes y lo adoran sus compañeros. Encima van y ganan la Copa América en Brasil y contra Brasil en la final”.
Pregunta. La soledad del portero en su portería, el lugar en el que se para el gol y se frustra el espectáculo. Oficio ingrato.
Respuesta. Yo fui portero de adolescente. El fútbol me enseñó que hay que pagar costos, que hay que hacer sacrificios. A mí no me gustaba ser portero, pero era bueno. Y yo quería que mis amigos me llamaran a jugar, que me avisaran cuando había un partido. Para estar adentro, ese era el sacrificio: ser portero. Cuando crecí y me sentí más sólido como persona y no depender de esa aprobación social, me atreví a ser menos testigo, a estar menos en la periferia, y a que empezaran a pasar cosas a mis espaldas. Porque la ventaja que tiene el portero es que detrás no hay nada. Lo ve todo: siente que está en control. Es mentira, pero siente que está en control.
P. Hay pocas adolescencias felices.
R. Y súmale la adolescencia argentina. Veníamos de décadas de golpes militares, prohibición de partidos políticos, elecciones, nuevos gobiernos, un nuevo golpe militar… La última experiencia peronista, antes del golpe militar, había sido horrenda también, con los peronistas de izquierdas matándose con los peronistas de derechas. En 1982, la guerra de Malvinas. Lo humillante no fue la derrota, sino el entusiasmo previo de la derrota. Era un país de fiesta, el de la guerra.
P. Estaban vendiendo la victoria.
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R. Lo de Malvinas es una cosa impresionante. Es una guerra de 70 días, de los cuales los primeros 65 fueron felices.
P. Y llega 1986 y aparece de nuevo Inglaterra, pero en un campo de fútbol.
R. Maradona en México fue una reparación. Porque Argentina en 1978 sale campeón del mundo, pero… Hay como una cosa de arrepentimiento, casi de acto de contrición religioso. Y en 1986 esto de Argentina jugando bien en otro país, con lo cual no hay ningún favoritismo posible… Y ese Maradona por todo lo alto, el jugador irrepetible. Y encima esto, que parece una trampa narrativa, de que tengan que jugar contra Inglaterra cuatro años después de la guerra. Y Alfonsín, el presidente, diciéndoles a Maradona y los suyos: “Ahí tienen el balcón de la Casa de Gobierno”. No sale Alfonsín. No puedo evitar destacarlo: el tipo se pudo haber subido a esa popularidad. Es un presidente hackeado por crisis económicas, por los militares, por los juicios por los derechos humanos. Un tipo diciendo: “Ahí tienen el balcón”, y él se queda detrás.
P. Dice que 1983 fue un año de apertura.
R. Tus adultos, que te hablaban ahora de la Constitución y de las elecciones, eran los que el año anterior te hablaban de los valores guerreros, de la disciplina, la autoridad y la muerte por la patria. Y tu cabeza de quince años decía: “No me entero”. Era un mundo extremadamente interesante, pero también muy inquietante. Si la adolescencia es de por sí angustiosa, sola y árida, súmale ese contexto histórico muy jodido.
P. No salieron tan mal ustedes, los adolescentes de entonces.
R. Es nuestro gran logro como país. Suelo ser muy crítico con Argentina, pero un momento: cortamos con cincuenta años de un siglo perverso; del año 1983 para acá ha habido elecciones siempre. Aún en el colapso económico de 2001, a nadie se le ocurrió golpear la puerta de un cuartel y decir: “Por favor, militares, sálvennos”. Y creo que eso, en un país que tiene muy pocas cosas de las cuales enorgullecerse, en cuanto a sus logros colectivos… Hemos respondido bastante bien a lo que los jóvenes nos han ido demandando. No somos una generación refractaria a los cambios y ultramontana en su respuesta. A veces discuto con mis hijos, que son veinteañeros, y les digo: “Vamos a ver cuando les toque a ustedes tener detrás una generación que los interpele si son así de flexibles y si tienen esa capacidad de adaptación”. Las juventudes actuales a veces parecen un conjunto de cuáqueros. Dicho esto con todo respeto por los cuáqueros. Pero: me hablas de tolerancia, ¡y eres una máquina de bajarme un credo!
P. Federico Benítez, el protagonista de su libro, crece echando la vista atrás, y cambia cuando recuerda, en medio de su viaje, todo ese pasado.
R. Le sirve contarlo. Entre otras cosas porque hablamos de esa cosa horrible que es un viaje largo con adolescentes. Lo cuenta porque tiene que explicarles a sus hijos enojados por qué están haciendo ese viaje ridículo. Y antes de ese viaje, Federico ha tomado esta decisión respetable de: “El pasado me duele demasiado, mejor lo sepulto”. Nombrarlo es abrirlo, nombrarlo es que vuelva a doler.
P. Pasa mucho en su generación. Callar, me refiero.
R. Porque contarles a nuestros hijos nuestros viejos dolores nos suena a no protegerlos. Creo que está mal, pero es una cosa así como “te abrigo y te alimento y me preocupo a ver a qué hora llegas a la noche. No te cuento esto porque te voy a entristecer”.
P. Del funcionamiento general del mundo, de la versión completa.
R. Probablemente contar nuestras derrotas, nuestras faltas, sea una manera también de que nuestros hijos se expliquen un poco mejor nuestros defectos, o ciertas insistencias ridículas. Me parece que Federico lo hace porque no le queda otra, porque están viajando y porque algo tiene que decir de ese viaje estúpido. Pero es verdad que contarlo lo repara.
P. ¿También a usted como autor?
R. Esa adolescencia desangelada, difícil, lejos de cualquier nostalgia, porque en lo personal y en lo colectivo, ¿qué debía contar? “Yo en la adolescencia era un héroe”. No: era uno más desesperado por ser visto, desesperado por ser querido por sus amigos y admirado por las chicas y no lo era. Pero soñaba con jugar al fútbol, no sé si lo podía lograr, pero me podía aproximar un poco, y por eso jugaba al fútbol, por eso era portero.
P. Y de fondo, su país.
R. Este libro lo escribí sobre todo en 2019, antes de la pandemia; Argentina tenía sus nuevas elecciones presidenciales y terminó significando el regreso del kirchnerismo al poder. Yo siento que la última vez que saltamos una pared del laberinto fue en 1983, cuando no teníamos ni la menor esperanza. Entonces, ¿cuál fue la gran oportunidad de mi país? Cuando elegimos a Alfonsín. En realidad, esto no habla de Alfonsín, sino de lo que pasa en una escuela, mientras allá lejos Alfonsín está haciendo su campaña electoral. Pero me gustó generar ese tributo y regresar.
P. Hay otro protagonista muy visible en el libro, la Patagonia.
R. ¿Yo había manejado por la Patagonia? Sí. ¿Había manejado 3.000 kilómetros en cuatro días en pleno invierno con un auto que no estaba preparado? No, no lo había hecho. Hacerlo y además hacerlo en soledad tenía esto de: ¿qué están viendo? Cada vez menos árboles, cada vez menos verde, cada vez más viento, cada vez más hielo. La Patagonia es muy simbólica en Argentina. Hay que pensar en ello como un enorme desierto inexplorado. No es como en España, que hay regiones que se convierten en un desierto porque los jóvenes se van y los viejos se mueren. Patagonia es un lugar sin gente siempre, porque los aborígenes estaban solo en la parte más amable de la Patagonia. El resto estaba vacío. Entonces hay como una cosa de “la Patagonia rica” y “la Patagonia nos va a salvar”. Pasan los años y la Patagonia no nos salva ni nos va a salvar. Pero esa inmensidad tiene que ver con este futuro que Argentina alguna vez se soñó, y por eso también van a la Patagonia.
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