A las 22.40 horas del domingo 31 de octubre de 2021, el vuelo MS-833 operado por la aerolínea nacional egipcia, Egyptair, despegó del aeropuerto internacional de El Cairo para poner rumbo hacia Asmara, la capital de Eritrea. Casi tres semanas después, la noche del 18 de noviembre, el mismo MS-833 volvió a levantar vuelo en la capital de Egipto para repetir la ruta y aterrizar pocos minutos antes de las 2.30 de la madrugada.
A bordo de aquellos aviones se encontraban 15 eritreos de entre tres y 70 años miembros de la misma familia, ocho de ellos en el primer vuelo y los siete restantes en el segundo. Pero ninguno regresaba a Asmara por voluntad propia. Todos eran refugiados y fueron deportados a la fuerza a su país después de haber permanecido detenidos en Egipto de forma arbitraria durante dos años, y a pesar del enorme riesgo que corrían de ser otra vez arrestados, encarcelados y torturados en cuanto pusieran un pie en Eritrea.
“No tengo noticias de ellos [desde entonces]”, lamenta a EL PAÍS en condición de anonimato, por motivos de seguridad, un allegado de la familia, que explica que ellos entraron de forma irregular a finales de 2019 a través de Sudán. El grupo fue detenido poco después en Shalatín, una ciudad situada en una región fronteriza en disputa, y trasladado a la prisión de Al-Qusayr, en el mar Rojo.
Ellos no han sido los únicos. Desde verano de 2021, la deportación de una setentena de refugiados eritreos, y la amenaza que pesa sobre decenas más, tras largos períodos en detención arbitraria y sin poderse registrar como solicitantes de asilo, está causando alarma entre la comunidad y grupos de derechos humanos. El repunte genera especial preocupación porque se produce con el telón de fondo de la escalada bélica en Etiopía, donde Eritrea, con un funesto historial de derechos humanos, ha enviado tropas.
Las deportaciones, además, ponen en cuestión la imagen que se ha intentado forjar El Cairo los últimos años como un lugar seguro para los refugiados, así como el creciente interés de la Unión Europea por aumentar la cooperación y la canalización de fondos hacia sus homólogos egipcios en el marco de la externalización de fronteras comunitarias.
De Eritrea a Egipto
La huida de eritreos de su país viene de lejos. Durante las últimas dos décadas, los salvajes abusos de derechos humanos, el reclutamiento indefinido y una mala situación económica han convertido a Eritrea en uno de los países del mundo con mayor número de refugiados. En esta línea, sus ciudadanos están sometidos a un estricto sistema de servicio nacional y de trabajos forzados, que el Estado justifica en aras de defender su integridad y garantizar su autosuficiencia pero que, en la práctica, equivalen a formas de explotación y de esclavismo por períodos indefinidos, según denunció un informe de 2015 de la Comisión de Investigación de Derechos Humanos de Naciones Unidas sobre Eritrea.
Aquellos que toman la arriesgada decisión de desertar se enfrentan a detenciones arbitrarias prolongadas en condiciones inhumanas y a torturas y otros malos tratos, según una investigación de 2016 de Amnistía Internacional. La anterior comisión de la ONU constató, asimismo, que el Gobierno eritreo restringe los movimientos hacia zonas fronterizas del país y castiga de forma severa a quienes son interceptados cruzando. Salvo contadas excepciones, la Comisión también advirtió que quienes se ven obligados a volver después de haber huido al exterior son detenidos, encarcelados y maltratados.
“Nada ha cambiado, de hecho, la situación ha empeorado. Ahora no es nada buena porque hay una guerra civil en Etiopía y Eritrea está involucrada y envía a la gente a luchar. No es seguro ir”, alerta Elizabeth Chyrum, una prominente activista de derechos humanos eritrea en el Reino Unido. “Y el sistema penitenciario y la tortura se mantienen. Si abandonas el país ilegalmente, has cometido un delito, y ser solicitante de asilo en el extranjero también es un delito. Por lo tanto, las personas que sean devueltas serán perseguidas, no hay duda”, agrega.
Uno de los principales destinos para los eritreos ha sido tradicionalmente Egipto, donde se encuentran registrados como refugiados y solicitantes de asilo unos 21.000, el tercer grupo nacional más numeroso en el país, según el recuento de enero de 2022 de la oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR).
El Cairo, signatario de las convenciones de la ONU y la Unión Africana sobre el estatuto de los refugiados, sigue teniendo una política de puertas relativamente abiertas, y la ciudad es una de las más baratas de la región. Por ello, el presidente del país, Abdelfatá Al Sisi, se jacta a menudo de que Egipto no tiene campos de refugiados e insiste en que su país ni siquiera los considera así, sino huéspedes.
Organizaciones de derechos humanos, sin embargo, notan que detrás de esta retórica en apariencia bienintencionada de Al Sisi se esconde otra realidad más problemática. Por un lado, porque la denominación de refugiado define un estatus legal que garantiza derechos, y por el otro, porque el Estado está evitando así hacerse responsable de sus necesidades básicas económicas, educativas o médicas, aumentando su vulnerabilidad. A ello se suman cientos de detenciones prolongadas y al menos decenas de deportaciones.
Desde 2016, además, estas últimas prácticas de detención y deportación por parte de las autoridades egipcias se han vuelto especialmente opacas. Aquel año, una embarcación que llevaba a bordo unas 600 personas naufragó frente a la costa mediterránea de Egipto, y El Cairo optó entonces por endurecer el control de todas sus fronteras, cerrarlas a los migrantes irregulares mediante violaciones masivas de derechos y amenazar a líderes de diferentes comunidades, según explica una fuente anónima (por razones de seguridad) de la independiente Plataforma de Refugiados en Egipto (PRE). Todo ello bajo un férreo bloqueo informativo.
Desde 2016, las prácticas de detención y deportación por parte de las autoridades egipcias se han vuelto especialmente opacas
Para la comunidad eritrea en particular, esta delicada situación empeoró a partir de 2019. En julio de ese año, cientos de refugiados acamparon frente a la oficina de ACNUR, cerca de El Cairo, para protestar de forma pacífica contra el maltrato que reciben en Egipto y para pedir más protección y asistencia humanitaria. Al poco, las fuerzas de seguridad dispersaron de forma violenta la concentración y detuvieron brevemente a casi un centenar de ellos. Desde aquel momento, asegura la PRE, el Gobierno comenzó a dificultar los procedimientos de asilo de personas eritreas.
Según la fuente de la PRE, la organización ha recibido información de primera mano según la cual Egipto mantiene detenidos a más de 200 eritreos en centros de detención supervisados por el ministerio del Interior, después de haberlos arrestado mientras entraban en territorio egipcio de forma irregular con el fin de arrancar los procedimientos de solicitud de asilo. En esta línea, la plataforma también ha contabilizado que más de 40.000 solicitantes de asilo y migrantes de diferentes países han sido detenidos en Egipto entre 2019 y abril de 2021, según los datos publicados por los guardias fronterizos del país, aunque no está claro si se trata de una cifra fidedigna.
“No creo que estén protegidos de forma justa; viven con miedo”, asegura Chyrum. “[Egipto] no escucha los ruegos de la ONU, nuestros, ni de defensores de derechos humanos. Los solicitantes de asilo no están seguros, no se sienten seguros”, clama.
La mayoría de los 200 migrantes eritreos que permanecen detenidos, entre los que figuran una cuarentena de menores, se encuentran distribuidos entre varios centros de detención, sobre todo en la sureña gobernación de Asuán, según ha documentado la PRE. Entre estos destaca el campamento de las Fuerzas de Seguridad Centrales en Shallal y los departamentos de policía en las localidades de Kom Ombo, Daraw y Nasr El Nuba.
La plataforma ha detectado, asimismo, que el trato a los detenidos sigue un patrón similar: se les niega un juicio con garantías, no se les informa de los cargos que se les imputan, nunca se les presenta ante órganos de investigación ni ante un tribunal, no se les permite contar con un abogado, ni siquiera de oficio, y se rechazan sistemáticamente sus peticiones para presentar sus solicitudes de asilo a las oficinas de ACNUR en el país.
Los migrantes languidecen en condiciones de detención inhumanas, amontonados en pequeñas celdas, sin recibir alimentación adecuada ni asistencia médica ni psicológica, denuncia la organización. Tampoco se les permite hacer ejercicio, y en la mayoría de ocasiones se les priva ver la luz del sol y recibir visitas de familiares. ACNUR suele recibir permisos para visitar a solicitantes de asilo y a refugiados que están detenidos pero registrados, algo que no suele suceder en el caso de quienes no lo están.
Ajenos a su precaria situación, la Unión Europea no ha puesto freno a su cada vez mayor cooperación con las autoridades egipcias en materia de control fronterizo y de política migratoria desde 2016, con el fin de integrar el país a su férrea externalización de fronteras en el sur del Mediterráneo. En esta línea, Bruselas y estados miembro de la unión por separado han financiado numerosos programas de formación y asesoramiento.
Los migrantes languidecen en condiciones de detención inhumanas, amontonados en pequeñas celdas, sin recibir alimentación adecuada ni asistencia médica ni psicológica
El 15 de noviembre, la propia Comisaria de Asuntos de Interior de la UE, Ylva Johansson, avanzó en un mensaje en su perfil de Twitter tras reunirse con el ministro de Exteriores egipcio, Sameh Shoukry, que Bruselas “está dispuesta a profundizar la cooperación, con apoyo financiero, en materia de migración en todos sus aspectos”. Solo tres días más tarde, El Cairo deportó forzosamente a Eritrea a siete refugiados, entre ellos a cinco niños. EL PAÍS ha contactado con la oficina de Johansson para saber si planteó la situación de los refugiados eritreos durante su visita en Egipto, pero no ha obtenido respuesta.
De Egipto a Eritrea
En el caso de las deportaciones forzosas, las alarmas se empezaron a disparar en agosto, cuando las autoridades egipcias se disponían a deportar a dos refugiados eritreos, Alem Tesfay y Kibrom Adhanom. Ambos permanecían en la prisión de Al Qanater, cerca de El Cairo, donde fueron maltratados y mantenidos en confinamiento solitario, y habían sido detenidos en 2012 y 2013, respectivamente. En su caso, la deportación fue abortada en el último suspiro y los dos fueron finalmente reubicados en Canadá el pasado 20 de enero.
“Estuve 10 años en la cárcel y no sabía ni por qué, no había caso, ni fiscal, ni mezquita, ni iglesia, ni ninguna razón”, cuenta Tesfay con la voz entrecortada. “[Las autoridades egipcias] hablan sobre prisiones, sobre derechos, sobre libertades: es todo mentira. Te lo digo yo. Yo estuve 10 años sin ningún caso: prohibido un abogado, prohibidas las visitas, no vi a nadie, prohibido llamar a nadie”, agrega. “No es posible que se coja a alguien de la calle y se lo ponga en un lugar, en una prisión, sin motivo. ¡Durante 10 años; imagínate esto!”, desliza.
Aunque la situación de los migrantes de otras nacionalidades que permanecen detenidos no está igualmente clara, por la dificultad de hacer un seguimiento y porque El Cairo no difunde información al respecto, Tesfay asegura que en la prisión de Al Qanater conoció como mínimo a cinco migrantes de al menos otros dos países, Costa de Marfil y Chad, de quien tiene nulas expectativas de que lleguen a salir nunca con vida.
Quienes corrieron menos suerte que Tesfay fueron los 15 migrantes deportados el 31 de octubre y el 18 de noviembre. Reaccionando a su caso, el 19 de noviembre un grupo de expertos de la ONU expresó en un comunicado su profunda preocupación por el retorno forzoso de los últimos siete deportados, alertando que quienes huyen de Eritrea y son devueltos “son considerados traidores y a menudo detenidos a su llegada, interrogados, torturados, retenidos en condiciones extremadamente punitivas y desaparecidas”.
Estuve 10 años en la cárcel y no sabía ni por qué, no había caso, ni fiscal, ni mezquita, ni iglesia, ni ninguna razón
Tesfai, ciudadano eritreo recluido en Egipto
Haciendo oídos sordos, en diciembre las autoridades egipcias trasladaron a 53 solicitantes de asilo, entre ellos más de siete menores, desde su centro de detención en Asuán hasta la gobernación de El Cairo, a fin de presentarlos a la embajada de Eritrea y tramitar sus documentos de viaje, necesarios para iniciar su deportación, según documentó la PRE. El día 24 del mismo mes procedieron a deportar a Asmara a 24 personas más, incluidos niños, la mayoría de los cuales no figuraba entre los 53 anteriores.
El 8 de febrero, las autoridades trasladaron a otro grupo de 21 detenidos a la gobernación de El Cairo para repetir el proceso con la embajada de Eritrea, según explica la fuente de la PRE. El grupo fue luego devuelto a un centro de detención bajo amenaza de expulsión inminente. “No podemos documentar y contabilizar el número total de personas a las que se les han expedido documentos de viaje”, señala la fuente, “y suponemos que los que están en riesgo de deportación forzosa es mayor que el que hemos documentado”.
Los días 16 y 17 de marzo, otros 31 solicitantes de asilo eritreos, entre los que figuraban cinco mujeres, seis recién nacidos y dos chicas menores de edad, fueron deportados a la fuerza a Asmara, según ha podido documentar la PRE. Decenas más han sido transferidos durante este mismo período desde Asuán hasta El Cairo para preparar su expulsión.
“ACNUR sigue preocupado por la deportación de cualquier refugiado y solicitante de asilo de todas las nacionalidades, especialmente en los últimos tiempos con el caso de eritreos, que incluía a niños”, apuntan desde la oficina de la agencia en El Cairo. “[Seguimos] abogando ante las autoridades por el acceso a los refugiados y solicitantes de asilo detenidos de todas las nacionalidades, así como ayudando a proporcionar asesoramiento jurídico y apoyo cuando se nos concede el acceso”, agregan.
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