El aborto y la guerra fría

El aborto y la guerra fría

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Cuanto más insiste Biden en enmarcar el planeta en una guerra entre democracias y autocracias, más se degrada la imagen de su país en el mundo. El último golpe ha sido la temida sentencia del Tribunal Supremo, que confirma la derogación constitucional del derecho al aborto en la primera potencia mundial. El asalto contra el Capitolio de enero de 2021 y la obstinación de los republicanos por impedir en el Congreso el trabajo de una comisión de investigación que esclareciese las posibles complicidades con los alborotadores del entorno del presidente Trump son un síntoma más de su degradación. La otra epidemia que enfrenta el país es su agónico furor por las armas de fuego, donde de nuevo es el Partido Republicano quien se mueve para impedir cualquier legislación que permita una regulación sensata. A esta ofensiva lacerante contra los derechos de las mujeres podrían sumarse otros ataques: contra los fallos que ahora protegen la anticoncepción, contra los derechos de las minorías, con el matrimonio entre personas del mismo sexo a la cabeza, por no hablar de los Estados que se han apresurado a aprobar medidas que restringen el voto de las comunidades negras.

Esa es la foto de un país que dice estar a la altura de sus ideales cuando arma a Ucrania a escala gigantesca —esta vez sí, con el consenso entre demócratas y republicanos— mientras, alineado con polacos y bálticos, denuncia con vehemencia la vacilación en los posicionamientos de la vieja Europa de Macron, Scholz y Draghi, o sus presuntas intenciones de empujar al presidente Zelenski a hacer concesiones territoriales a Rusia para acelerar el final de la guerra, por miedo a que sea capitalizada por la derecha ultra para desestabilizar aún más nuestras democracias si sigue subiendo la inflación.

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Europa, EE UU y la OTAN han salido en defensa de la democracia ucrania y su derecho de autodeterminación frente al régimen autocrático de Putin, apoyado por la más autocrática China. Pero enmarcar la guerra en esos términos impide ver que hay países emergentes más preocupados por los costes que para sus necesidades materiales y alimentarias podría tener el someterse a la intimidación de uno u otro bloque. Y lo más importante: la inestabilidad que amenaza a nuestras democracias proviene también de nuestras fallas internas. Si de verdad creemos en ese ideal kantiano que afirma que el mundo será mucho más estable cuantas más democracias haya, sería útil empezar por ahí. Porque hay otra guerra de baja intensidad que EE UU está librando dentro de sus propias fronteras. La sentencia que anula el derecho al aborto es otro signo del declive de sus estándares democráticos, de una brutal y endémica polarización que lo mantiene internamente paralizado, bajo una perenne guerra fría. Y cuidado, porque todos sabemos que casi todo lo que pasa en EE UU termina afectando especularmente a ese constructo, cada vez más endeble, que llamamos Occidente.

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