El alma desparramada

Francis Bacon en Primrose Hill (Londres, 1963), fotografiado por Bill Brandt.
Francis Bacon en Primrose Hill (Londres, 1963), fotografiado por Bill Brandt.Bill Brandt / Bill Brandt Archive Ltd.

En los últimos años las imágenes pululan por todas partes sin freno de ningún tipo. El móvil se ha convertido en una compañía inseparable y lleva incorporada una cámara, por tanto, ¿por qué no disparar? De manera frenética, y en cualquier dirección y a cada momento: el cartel que se ve por la ventana, el cruasán del desayuno, el salto de la gata, el agua que hierve con las patatas, el flequillo torcido por un golpe de aire, una frase del libro que se lee, ese tipo gracioso que sale en la televisión. Atrapados, congelados, pillados in fraganti: los paisajes, las cosas y las gentes. “A diferencia de otras imágenes visuales, la fotografía no es una imitación o una interpretación de su sujeto, sino una verdadera huella de este”, escribió el crítico de arte y narrador británico John Berger en Mirar. Así que el mundo se llena ahora de huellas (verdaderas) de millones de personas a cada instante.

Tanto exceso produce vértigo, y es otra señal de un mundo que se transforma al hilo de la digitalización, el acceso generalizado a internet y la facilidad de disponer de un montón de artefactos que un día fueron prohibitivos. A principios del siglo XX no todos podían comprarse una cámara fotográfica, hoy la tienen los móviles, que ya son casi más imprescindibles que el cepillo de dientes. Es posible disponer, además, de un montón de filtros y de aplicaciones diferentes que permiten jugar con las imágenes: las llenan de colorines, las vuelven tenebrosas o divertidas, las oscurecen o las abrillantan y les dan esplendor, las camuflan, las distorsionan, las embellecen, las recortan y mezclan, las parasitan.

Todavía se puede ver estos días en Madrid en la Fundación Mapfre, en el contexto de PHotoEspaña, una exposición dedicada a Bill Brandt (Hamburgo, 1904-Londres, 1983), uno de los maestros de la fotografía. Hizo de todo y todo lo hizo bien, siempre con un punto heterodoxo y una frescura y originalidad sorprendentes. Salió a la calle para atrapar las vidas de las gentes en momentos cargados de alegría y de tensión —un paseante sutil atento a los ruidos y los dolores de su tiempo—, inventó situaciones con la ayuda de amigos y familiares para explorar el espíritu de una época cargada de agitaciones políticas y sociales —los años treinta—, se acercó a los paisajes para llenarlos de emoción, hizo retratos extremadamente elaborados con el afán de sacar lo que cada cual tiene de más personal, fotografió los ojos de un puñado de grandes artistas, sus desnudos alcanzan un orden natural y abstracto que los proyecta fuera del tiempo.

Brandt no dejó de experimentar, y su obra sigue siendo una invitación para mirarlo todo con otros ojos. Frente a sus fotografías, que fueron el resultado de un largo aprendizaje y de horas y horas de pruebas, es inevitable pensar en la catarata de imágenes que hoy se producen de manera espontánea y a toda velocidad. No hay nostalgia de ningún tipo por un pasado que ya se fue, solo la conciencia de esos abruptos cambios: antes se dejaban pocas huellas, hoy se derraman por doquier y en cantidades industriales. En algunas culturas alejadas de la órbita occidental se creía que cuando te hacían una fotografía te robaban el alma. En nuestra época, las almas se fragmentan y se desparraman de manera incesante. Vaya usted a saber lo que esto pueda significar.


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