EL PAÍS

El aluvión de disidentes rusos aleja a los serbios de la propaganda del Kremlin

Ya no se venden camisetas en el centro de Belgrado con la cara de Vladímir Putin, como sucedía desde el inicio de la invasión a Ucrania. Desde hace varias semanas y sin que nadie sepa por qué, cuesta encontrar la cara del mandatario ruso en los quioscos del centro de la capital de Serbia. En su lugar abundan los disidentes rusos que deambulan por las calles peatonales mientras otros compatriotas montan negocios de hostelería. Desde el pasado 24 de febrero, el día en el que Putin desplegó sus tropas sobre el país vecino, hasta noviembre habían llegado a Serbia más de 150.000 rusos, según cifras del Ministerio del Interior serbio. El efecto de esa emigración masiva se plasma en muchas paredes de la capital, donde la propaganda moscovita de los grafitis es contestada a diario. Y también en los alquileres de Belgrado, que en los últimos meses han duplicado sus precios.

En el barrio de Vracar, hay un muro en el que se libra una batalla constante sobre el rostro de Putin. Alguien lo pinta y después alguien lo elimina. El pasado 14 de enero apareció en otra pared un mural en el centro de Belgrado con la W del grupo de mercenarios Wagner, que combaten en Ucrania. Al día siguiente, por la mañana ya estaba medio borrado y alguien había pintado sobre él: “No a la guerra”.

En la zona céntrica de Terazije una persona pintó en su día una gran Z, el símbolo de Rusia durante la invasión. Otro puso la bandera de Ucrania. Un periodista serbio, que prefiere mantenerse en el anonimato, asegura que hace varios meses se veían más Z por el centro de la capital.

Ese ejército anónimo y amorfo de 150.000 disidentes rusos ha llegado a un país de 6,8 millones de habitantes, con 1,7 millones en Belgrado, cuyo Gobierno también alberga su propia estrategia, en un difícil equilibrio entre Rusia y Occidente. Como muestra explícita de esas contorsiones, el presidente serbio, Aleksandar Vucic, condenó la invasión a Ucrania, pero evitó aplicar sanciones a Moscú. Por un lado, Vucic pactó el pasado junio con Putin la prórroga por tres años de la compra de gas a un precio reducido, “el mejor precio de Europa”, según afirmó el propio Vucic. Y por otro, Serbia es candidata a ingresar en la Unión Europea desde 2012.

En el proceloso camino hacia la UE, cada país candidato debe someterse anualmente a una revisión de sus avances. En las de este año, presentadas el pasado octubre, Serbia recibió un rotundo varapalo por su cercanía a Moscú. La Comisión Europea indicó en su informe que Belgrado “debe mejorar de forma prioritaria su alineamiento con la política exterior y de seguridad de la UE, que ha caído de manera significativa”. También instó a Serbia a “abordar con rotundidad todas las formas de desinformación”.

A este país que navega entre las orillas de Moscú y Bruselas es adonde huyeron de la guerra los 150.000 disidentes rusos. Katia es una de ellas. Tiene 27 años y, como la mayor parte de los entrevistados, prefiere aportar solo su nombre, sin apellidos. Trabaja de camarera en un bar del barrio acomodado de Dorcol, cuyo propietario es un ruso de los que vinieron en marzo, tras el inicio de la invasión de Ucrania. Katia es licenciada en Mercadotecnia y su compañera en el bar, Masha, de 22 años, es física cuántica. La mayor parte de su clientela es rusa y si entra algún serbio se comunican en inglés, porque dicen que, pese a compartir ciertas raíces, el serbio y el ruso son dos idiomas muy distintos.

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Katia explica que cuando llegó a Serbia, en marzo, el precio que pagaba por el apartamento que comparte con su pareja era de 400 euros. “Ahora solo encuentras algo igual por 800 o 1.000 euros”, afirma. “Muchos rusos que vienen aquí son informáticos. Ellos pueden ganar unos 1.000 euros al mes. Pero el resto de la gente no tenemos esos sueldos. Conozco a rusos que se han visto obligados a regresar, porque ya no tenían para comer”. Katia explica que los rusos suelen venir a Serbia porque es muy reducido el grupo de países adonde pueden ir sin visado: “Georgia, Armenia, Turquía y poco más”.

Victoria, gerente en un restaurante ruso de comida rápida, posa en el local en el barrio Dorcol en Belgrado, el 13 de enero. Marko Drobnjakovic

En este mercado inmobiliario salvaje algunos disidentes también han encontrado gente solidaria. Victoria, de 24 años, regenta un bar montado por un disidente. “El dueño de mi apartamento no nos quiere subir el precio y se muestra solidario con nosotros”.

Kaca Lazarevic es la dueña serbia de una agencia inmobiliaria en Belgrado. Explica que ha habido dos oleadas de rusos, los que llegaron en marzo, tras la invasión de Ucrania, y los que comenzaron a venir tras la movilización de Putin, anunciada el 21 de septiembre. “Los de la segunda oleada me recordaron escenas de nuestra guerra. De repente, a finales de septiembre tuve a 30 rusos con sus maletas, algunos con niños, compitiendo por quedarse un apartamento. Era como una subasta, el dueño se lo dio al mejor postor”.

“Belgrado, la nueva Casablanca”

La posición de Belgrado, tanto geográfica como política, entre Rusia y la UE atrae todo tipo de gente a la capital. El presidente Vucic declaró la semana pasada que Belgrado estuvo plagado de espías durante las Navidades, aunque no aclaró ni su procedencia ni sus motivos. “Esta Nochevieja”, declaró, “Belgrado se ha convertido en la nueva Casablanca [en referencia a la película]. El número de espías en Belgrado del 20 de diciembre al 5 de enero no se registraba desde la II Guerra Mundial”.

Kaca Lazarevic, propietaria de una agencia inmobiliaria en Belgrado, el 13 de enero. Marko Drobnjakovic

Gleb Pushev es un dibujante ruso de 24 años que llegó a Belgrado en marzo desde San Petersburgo. Él distingue entre los que llegaron tras el inicio de la guerra y los que vinieron desde septiembre, cuando Putin anunció la movilización. “La primera oleada era de gente con más conciencia política. En la segunda abundan los que simplemente quieren vivir seguros. Y les disgustan cosas que para mí no tiene ninguna importancia, como que aquí se fume en los bares y restaurantes”.

Gleb Pushev (centro), dibujante y artista ruso, en una calle de Belgrado el 13 de enero. Marko Drobnjakovic

Muchos disidentes en Serbia se organizan alrededor de la ONG Sociedad Democrática Rusa (SDR). Convocan manifestaciones contra la guerra y esperan reunir a varios miles de rusos el 24 de febrero, cuando se cumpla el primer aniversario. Artem, informático de 23 años, trabaja con su ordenador en el Pub 53, en el barrio de Vracar, mientras su esposa, también rusa, despacha en la barra de un negocio montado por otro compatriota disidente. “Mi objetivo”, explica Artem, “es recaudar fondos entre los informáticos rusos que vivimos en Serbia. Para darlos a los refugiados de Ucrania, en su mayoría mujeres”. Artem lamenta que el medio Russia Today tenga tanta influencia en Serbia. “Manipulan a la gente diciendo que si apoyan a Ucrania están apoyando a la misma OTAN que bombardeó Belgrado en 1999″, explica.

No es fácil contrarrestar la propaganda enemiga. Katia, la camarera de 27 años, dice que sus padres están en Rusia y cada vez que habla con ellos de la guerra termina discutiendo: “Mi madre cree que Putin está salvando a los ucranios”.

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