El viejo patriarca salió a la terraza con el fresco de la madrugada. Allí lo avistó el pájaro de hierro y allí terminó su larga vida de combatiente de la guerra santa del islam contra los infieles. Nadie más murió de su numerosa familia, con la que vivía desde hace unos meses en Kabul, la capital de los talibanes recuperada a los infieles el pasado mes de agosto.
Estaba escrito. No en el libro del destino, sino en los archivos del Pentágono y de la CIA. No puede ser corta la memoria de una superpotencia. Han pasado 21 años de la destrucción de las Torres Gemelas y del ataque al Pentágono, pero la proeza que inspiró y planificó Al Zawahiri no está sujeta al olvido. Eso es la justicia en una guerra que todavía prosigue, en la que Estados Unidos no va a bajar los brazos. Lo ha dicho el presidente Biden, esta vez sin titubear, como sucedió en 2011, cuando Obama le pidió su opinión antes de ordenar la muerte de Bin Laden.
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La tecnología le ha ayudado. La CIA conocía los hábitos del jefe de Al Qaeda y la soledad matinal en la terraza. Dos misiles antitanque Hellfire, de 45 kilos, 1′6 metros de longitud y 76.000 dólares de precio cada uno, le condujeron junto a las huríes del profeta, una operación más limpia que el desembarco nocturno de los especiales de la Marina en la mansión de Bin Laden.
No es seguro que Al Qaeda quede descabezada. Ni siquiera que sea una hidra descabezable. No lo era ya en 2011, cuando Al Zawahiri sucedió a Bin Laden. Ahora es una marca internacional con activos en Oriente Medio, Asia y África. Es indiferente quien vaya a suceder al caudillo caído para las actividades de las numerosas sucursales que hacen vida propia con el negocio yihadista de la muerte. Más allá del ajuste de cuentas, es difícil encontrar el significado de esta sumaria ejecución en su efectividad de cara a evitar atentados o a debilitar a la internacional del terror.
Estados Unidos y la OTAN se largaron de Afganistán hace justo un año en el mayor de los desórdenes y vergüenzas. Los talibanes, en contra del compromiso adquirido en Doha con Estados Unidos, han acogido después al caudillo de Al Qaeda y a su numerosa familia y los han instalado en unos de los mejores barrios de la capital, regresando así al estatus que tenía Kabul hasta 2003 como capital y refugio de yihadistas. Alguien, los talibanes o Al Zawahiri, se confió y supuso que a Washington le bastaban los desafíos de Rusia y de China, se había retirado de verdad de Oriente Medio y olvidado su guerra contra el terror y su estatuto de superpotencia atenta al conjunto del planeta. No es así. Esta vez el ángel de la muerte que se abatió sobre la terraza de Kabul llevaba un viejo y olvidado mensaje entre sus negras alas.
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