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El anonimato en el arte: de querer salir de él a buscarlo


El pasado mes de diciembre, el Círculo de Bellas Artes de Madrid inauguró una retrospectiva sobre Banksy, una de las voces más conocidas del arte urbano. BANKSY. The Street is a Canvas está compuesta por 70 obras del enigmático artista y ha generado polémica porque no cuenta con su permiso. Pero ¿acaso queda algo relacionado con Banksy que no genere polémica? Más allá de esta cuestión, en este artículo queremos adentrarnos en una de las cosas que, paradójicamente, se han converctido en el sello de identidad de este artista callejero: su absoluto y total anonimato.

El concepto de autoría en el mundo griego contiene debates apasionantes. En el siglo VI a. C. ya existían obras firmadas, como las del escultor Antenor, o las de los ceramistas Nearjos, Lydo, Amasis y Exequias. Pero, por lo general, los artistas y los artesanos recibían escasa consideración social en aquella época, por lo que sus obras eran anónimas en contra de su voluntad. Todavía estamos muy lejos del concepto moderno de autoría.

El teocentrismo que predominaba en la Edad Media llevó a que la sociedad considerase que la única creación era la de Dios, y que todo lo demás no eran más que reproducciones. En ese contexto, el estilo del artista dependía de lo que dictasen las autoridades eclesiásticas y su personalidad se diluía en la uniformidad del mensaje. Aunque, como en el caso griego, siempre quedaban ranuras por las que se asomaban los autores. Uno de ellos es el caso del escultor románico Gilabertus, que dejó la siguiente inscripción en latín a los pies de unos bajorrelieves de San Andrés y Santo Tomás: “Gilabertus, que no era un desconocido, me ha esculpido”. Lo llamativo, pues, es que lo revolucionario en aquella época no era esconder tu nombre, como en el caso de Banksy, sino encontrar la manera de que perdurase.

Pese a las limitaciones de aquellas épocas, la obra de otros artistas ha sobrevivido gracias a que cultivaron un estilo propio. Sería el caso de los Maestros anónimos (en inglés Notname Masters), un término creado por los historiadores para agrupar las obras con rasgos estilísticos semejantes que indican la mano de un mismo artista, cuya identidad nos es desconocida. Según avanzan las investigaciones puede variar sus atribuciones e incluso llegar a descubrir su nombre.

Para que los artistas pudiesen desafiar el concepto de autoría, pues, habría que esperar a que cristalizara una imagen más moderna de los artistas, cosa que ocurre con la llegada del Renacimiento. Es en este momento cuando la creatividad individual empieza a apreciarse gracias al enriquecimiento de la sociedad burguesa en detrimento de la iglesia, a la aparición de los llamados mecenas y al progresivo abandono de las agrupaciones gremiales, imperantes hasta entonces. Es entonces cuando los artistas empiezan a labrarse un nombre de forma más generalizada. El conocimiento de artistas de esta época es especialmente notable en la zona italiana. Y esto es en parte gracias a la publicación, hacia 1550, de Las Vidas de Giorgio Vasari, que no solo recoge el nombre de numerosos autores, sino que recoge hechos, descripciones y chismes. Aunque es cierto que a veces comete errores, marcados tal vez por su subjetividad.

A partir de este momento, no solo los autores occidentales firman sus obras, sino que la autoría empieza a tener un papel importante en el reconocimiento de las mismas. Siguen existiendo, claro está, artistas que trabajan desde el anonimato o cuyo nombre no ha llegado a nuestros días, pero hay más obras cuyo autor se desconoce que artistas anónimos como tal. Salvando como excepción el caso de las mujeres artistas, obligadas en su mayoría a ejercer su profesión desde las sombras.

La llegada del siglo XX hizo que aparecieran artistas más atrevidos, que desafían el ya asentado concepto de autoría por voluntad propia. A finales de siglo, los artistas urbanos abrazan el anonimato a través del uso de seudónimos que, si bien es cierto que muchas veces funcionan como una suerte de nombre artístico, existen casos en los que sirven para ocultar la verdadera identidad del autor. Un ejemplo es el de Felipe Pantone, artista urbano asentado en Valencia que sigue la estela de Banksy, ocultando su rostro al mundo. En esta entrevista para Hypebeast el artista urbano asentado en Valencia comparte lo que le motiva a seguir ocultando su rostro: “Quiero que cuando la gente busque mi nombre en Google vean mi obra, no mi cara. Diseño cuidadosamente cada pieza que hago, estas hablan mucho más de mí que mi cara, que no elegí”.

Hay quien encuentra en el anonimato la libertad para ser quien desea. Este es uno de los motivos que lleva a los artistas a la adopción de alter egos, personajes ficticios creados por ellos mismos para explorar su creatividad. El caso más conocido es tal vez del de Duchamp y su Rrose Sèlavy, a quienes ya te presentamos en este artículo, aunque en época actual existen otros ejemplos curiosos como el de Lady Gaga, que se ha transformado ya en más de un personaje: desde Andy Warhola, una joven tributo a Andy Warhol, hasta el italiano Jo Calderone que actuó en la gala de los MTV Music Awards de 2011.

Cuando el anonimato se convierte en un nombre de mujer

La popularización de la firma introdujo un nuevo condicionante a la hora de valorar una obra. Las desigualdades sociales y de género marcaban irremediablemente la valoración de una obra, estando las firmadas por mujeres prácticamente condenadas al fracaso. Pero las mujeres más valientes no vieron frenada su sed creativa por estos impedimentos y produjeron sus obras al amparo del anonimato o tras un seudónimo masculino, con el fin de obtener una valoración más justa y objetiva de su trabajo.

El caso es especialmente llamativo en el ámbito de la literatura, en el que el anónimo se convierte a menudo en un nombre de mujer. Novelas ampliamente conocidas como Orgullo y prejuicio (1813) fueron publicadas en el más absoluto de los anonimatos. Su autora, Jane Austen, reconocida por Virginia Woolf por su magnífica creatividad, no pudo firmar sus obras con su nombre hasta después de muerta.

El caso de las hermanas Brönte es si cabe más curioso, pues las tres se dedicaron a la escritura y publicaron sus obras bajo seudónimos masculinos para esquivar la censura: Charlotte publicó Jane Eyre como Currer Bell, Emily firmó Cumbres borrascosas como Ellis Bell y Anne, la más pequeña, haría lo propio con Agnes Grey como Acton Bell. Diez años antes de la publicación de su novela más famosa, Charlotte mandó unos versos al poeta inglés Robert Southey en busca de su aprobación. Como respuesta recibió una carta que decía lo siguiente: “La literatura no es asunto de mujeres y no debería serlo nunca”.

Pero este recurso no es algo exclusivo de las escritoras. No todo el mundo sabe que tras Robert Capa, tal vez el fotógrafo de guerra más conocido de la historia, se encontraba una pareja: Endre Friedmann y Gerta Pohorylle, más conocida bajo el seudónimo de Gerda Taro. El personaje de Robert Capa, un afamado fotorreportero estadounidense llegado para trabajar en Europa, fue ideado por Gerda para revalorizar las fotografías de ambos. Y funcionó, vaya que si funcionó. Al principio ambos firmaban bajo este seudónimo, y de hecho distinguir las fotos de uno y otro otro es una tarea francamente compleja. Pero más tarde, con su distanciamiento, Gerda empezaría a firmar como “Photo Taro”, dejando el nombre de Capa a Endre. Su prematura muerte en primera línea de batalla y la adopción del seudónimo masculino por parte de su expareja hizo que su valiosa labor cayera en el olvido, en parte eclipsada por la de Endre.

La historia de Margaret Kaene comparte similitudes con la de Gerda Taro, aunque Kaene más que ocultarse tras un seudónimo o el anonimato se vio obligada a ceder su talento y reconocimiento a su marido Walter, quien firmaba sus obras. Tras años en la sombra, acabó demandado a su entonces exmarido, quien negaba las acusaciones y no fue hasta que el juez les pidió pintar una obra en directo que se destapó el pastel. Su historia, realmente estremecedora, inspiró a Tim Burton en la creación del film Big eyes, cuyo título no es más que una alusión a los característicos ojos grandes y tristones de los personajes que pintaba Margaret.

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