Ejercer como anti madridista es un trabajo que jamás estará bien pagado, especialmente en noches como las de ayer. Ni siquiera desde el ventajismo resulta una opción del todo cómoda. Esta gente, por lo que sea, enloquece como nadie. Y de lo que parecía un funeral, con el Santiago Bernabéu dispuesto para ovacionar al mismísimo enterrador, se pasó a una rave que terminó como aquella tan famosa de Llinars del Vallés: con los franceses agachando la cabeza y el madridismo descamisado, explicando a la policía que un poco de baile y dopamina no le hace daño a nadie.
El tiempo de buscar una explicación lógica a otra resurrección imposible terminó con la llegada de la edad adulta. Las disculpas se diluyen en canciones de mal pagador y la vida empieza a exigirte que cumplas con lo acordado, que aceptes tus propios errores y expliques a cuenta de qué sigues incurriendo en comportamientos precipitados, de mal corredor. Tantas veces apostamos por la liebre que la tortuga se nos acostumbró a entrar en meta tomando fotografías de los presentes, como esos policías del FBI que montan una vigilia, o una misa de gallo, confiando en que el asesino acostumbra a dejarse caer por este tipo de homenajes para paladear hasta la última gota del caldo retorcido de su maldad: de retratitos, como decía la canción, están llenas las carteras de unos aficionados acostumbrados a transformar las decepciones de los rivales en gasolina.
Es curioso el papel que juegan sus entrenadores en toda esta leyenda que arrastra el club de Chamartín como una losa de azúcar. No importa quién se siente en la banqueta, ni para bien ni para mal, pues el Madrid parece un equipo entrenado por las emociones, dirigido desde las luces del marcador o desde un diván invisible, que es el que se ocupa de corregir todo lo que estaba mal cinco segundos antes de que el balón estalle contra la red. Lo hemos visto mil veces y lo volvimos a ver ayer como recordatorio, no ya de que el Madrid siempre vuelve, como afirma la tautología blanca y abrasiva, sino de que el Madrid no sabe dónde está hasta que un gol se lo recuerda. De repente se ordena en la presión, empieza a asegurar los pases, rejuvenece Modric hasta el punto de que dan ganas de enviarlo a jugar con Croacia Sub-21 y aparece Benzema con esa sonrisa de “y a mí qué me cuentas”, tan desesperante para los que viven enfrente.
Por buscar una analogía con la cocina, el Madrid de las noches locas es un pastel de carambola, una mezcla de ingredientes indeterminados y cantidades calculadas a ojo que explota en delicatessen para sorpresa del propio repostero. Del error es capaz de hacer virtud, como los inventores de la sacarina, o del microondas, y de la nada se saca otra noche mágica que ya forma parte de su historia europea más reciente aunque la meta quede todavía muy lejos. A eso nos agarramos los antimadridistas, que una noche más nos vamos a la cama sin cenar por no tomar las precauciones necesarias: un error de novatos que nos acompañará, por lo que parece, hasta el final de los tiempos.
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