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El apagón y el ‘reset’

Los logos de Facebook, Whatsapp y Instagram en una pantalla rota.DADO RUVIC (EL PAÍS)

Que ironía en que el primer gran apagón de las aplicaciones de Zuckerberg haya llegado justamente la semana que declaramos controlada la pandemia. Las aulas y la oficina partían de la idea de que merece la pena estar al lado de desconocidos, y por “al lado” entiendo incluso correr el riesgo de olerlos. El conjunto presencial debería conseguir algo más que la suma de individuos enviando correos electrónicos desde casa. Pero esta idea tan del siglo XX también había producido monstruos: la alienación de la productividad fordiana, el vacío existencial del cubículo, el tiempo muerto calentando la silla en la clase magistral, etcétera. En el XXI, WhatsApp, Instagram y Facebook han hecho un gran negocio con la bolsa de damnificados por la colectividad anónima, que anhelábamos una ventana donde poder ser nosotros mismos.

El virtual es bueno para el yo y el presencial lo es para el no-yo. Internet habla directamente a nuestra alma, las preferencias de las cual han sido digitalizadas. En la red, lo que vemos depende de nuestra biografía, nuestros deseos y las estrategias del algoritmo para anticiparlos; un mundo confeccionado a medida de cada uno en el que podemos bloquear todo lo que no nos plazca. Esto cambia cuando hay materia: interrupciones, lenguaje no verbal, el roce de la diferencia. Las dos cosas nos gustan: tanto cultivar nuestra persona en soledad como ensancharla en el baile, siempre arriesgado, con los demás. La promesa de lo digital era que todo podía hacerse al mismo tiempo, más cómoda y seguramente, a través de las pantallas. Gracias a la pandemia, basta decir “Zoom” para recordar que era una promesa falsa.

La caída de las apps me hizo pensar en la forma de mirarlo del periodista Derek Thompson, que dice que las redes sociales son el alcohol de la atención: “Un producto divertido que parece que aman millones de personas; que es poco saludable en grandes dosis; que hace sentir más angustiada a una minoría considerable, más deprimida y peor con sus cuerpos, y que mucha gente lidia para utilizarla con moderación”. Llevábamos tanto tiempo sin las facilidades y estímulos de las plataformas que durante esas horas el mundo se allanó por los dos extremos. Por un lado, conversaciones con ciertas ideas respectivas dejaron de tenerse, menos dopamina de la notificación y el like circuló por los torrentes sanguíneos. Por otro, el cuerpo nos recompensó con tranquilidad premoderna y se tuvieron otras ideas de lectura lenta; más acorde con los niveles de interacción social para los que la evolución había preparado nuestros cerebritos.

Pero el factor presencial es el que menos entendíamos hasta que lo hemos perdido. Después de un año de distancia, hemos visto que el contacto con los demás sin interfaces de Sillicon Valley consigue más complicidad y creatividad. Son justamente las dos cosas que más necesitan los jóvenes. El factor generacional con que se ventilan las discusiones pandémicas últimamente, la insufrible botellonología, siempre lo descuida. Porque la realidad es que, paradójicamente, el cara a cara beneficia más a los inexpertos y la digitalización ha servido a los adultos para mantener el control y los privilegios. El trabajo y la academia virtualizados favorecen el statu quo. Los adultos pueden capitalizar una veteranía, un prestigio y unos contactos que han ganado con los años, y conservarlo protegidos por la pantalla. Pero quien más se enriquece con el azar, la imprevisibilidad y la diversidad de la cosa física son los que aún lo tienen todo por delante. Se ha echado a perder mucho capital juvenil.

Sería un poco idiota regresar como si no hubiera pasado nada. Hemos visto que las redes sociales son al mismo tiempo un catalizador y un depresor, la aceleración de estímulos positivos y negativos. Lo mismo con la presencialidad, que llevaba décadas atrofiada en la inercia. Siguiendo a Thompson, lo que la sociedad hizo con el alcohol me parece una buena metáfora: consciente de los riesgos y los potenciales, no hemos optado ni por el puritanismo de renunciar a todo ni por la selva libertaria. Se han desarrollado costumbres sociales con los vocabularios correspondientes, y herramientas legales para regular el uso y abuso de recursos valiosos y peligrosos a la vez. Es un buen momento para repensar las absurdidades tanto de las redes sociales como del trabajo presencial y regularlos mejor.


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