A mediados de este año que ahora acaba, la diseñadora Carolina Herrera presentó una colección de vestidos inspirados en los diseños textiles de los pueblos indígenas mexicanos, que se sintieron plagiados y mostraron públicamente una indignación que, como todo hoy en día, dio la vuelta al mundo en unas horas. “Lo indio está de moda, el buen salvaje es bonito”, dice con sorna el artista Darío Canul, zapoteco por parte de madre y maya por vía paterna. Y no anda desencaminado. Sin que pueda precisarse el origen de un fenómeno así, sin duda han influido factores como el turismo globalizado; un mundo occidental gastado que busca nuevos valores en aquellas poblaciones que los encarnan; la vuelta a la naturaleza como combate al cambio climático; o quizá un gesto de rebeldía hacia la igualdad que ya inició el movimiento zapatista en 1994. A este resurgir de lo originario se ha sumado con fuerza el actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, que presenta su mandato con ínfulas de cambio histórico y coronó su toma de posesión con una ceremonia prehispánica en el corazón indígena de México. No es extraño que ahora le toque al arte, con su vocación de intervención en el espacio público y político, traer a la actualidad la plástica de los pueblos indígenas.
La sociedad mexicana también está transitando el camino que ya recorrieron otros países, como Australia y Canadá en los noventa, para traer a la luz el arte de sus pueblos y equipararlo con el canon occidental imperante. “En México hubo algún acercamiento en los años 50, con Frida Kahlo y Diego Rivera, pero muy medido, sin evolución artística. México todavía no se ha incorporado a una narrativa compleja que permita la entrada de ciertas prácticas indígenas al corpus del arte. Australia tiene grandes colecciones y en Canadá hay toda una retórica del arte contemporáneo indígena”, dice Helena Chávez, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.
Las Vanguardias también volvieron la mirada a lo más antiguo para hacerlo moderno pero siempre fue una mirada apropiacionista. Ahora, sin embargo, hay una nueva generación de artistas mayas, zapotecos, tsotsiles, lacandones o de cualquier otra población que se sienten artistas, que han pasado por escuelas de arte, algunos, que reinterpretan los símbolos, que intervienen políticamente con sus obras, que no tienen más vocación que la belleza, o que buscan la genialidad. Y aquí se abre un nuevo frente con la forma de entender el arte de los pueblos originarios, que reivindican una práctica comunitaria, compartida, lejos del canon occidental: el genio de un autor único.
Darío Canul es fundador con Cosijosea Sernas del colectivo Tlacolulokos, un proyecto artístico “anticapitalista, punk y antifascista” que reivindica una forma de relación con el arte que nada tiene que ver con los mercados actuales. Ellos viven en Tlacolula de Matamoros, de 30.000 habitantes, una pequeña ciudad rodeada de comunidades originarias. Canul rechaza la solo idea de bajar a la capital del Estado, Oaxaca, porque prefiere el contacto con la gente de pueblo. Sin embargo, han viajado con sus rompedores murales a Lille (Francia), donde sembraron la polémica, o a Los Ángeles. Eso suena muy moderno: “Sí, es una línea muy delgada”, reconoce Canul. Formalmente, su arte es tan actual como lo que expresa.
Canul no reserva las críticas solo para el capitalismo. Acusa fríamente a algunos indígenas de adorar el turismo como al becerro de oro, de “vender el universo indígena de forma hipócrita”. “Ellos mismos se exotizan en ocasiones, se ponen sus guaraches y su rebozo cuando nunca los han usado”.
La también artista Ana Hernández defiende sin fisuras las prácticas de las comunidades originarias, su forma de acercarse al arte, colectiva, compartida. Ella es “zapoteca del istmo de Tehuantepec”. La palabra indígena le “hace ruido” y lo mismo si le preguntan por la división entre arte y artesanía: no ve una frontera, aunque ella es el ejemplo de que existe. Hernández trabaja el textil y reinterpreta como artista objetos cotidianos. Pero lo hace, defiende, como se trabaja en esos pueblos, “buscando la opinión y la intervención de su madre, su suegra, sus primas, las vecinas”, aunque están a seis horas de ella, porque vive en Oaxaca. “Mi trabajo parte de mi familia y de las técnicas tradicionales de mi pueblo”.
Sin folclore
Tlacolulokos y Hernández participaron en la exposición colectiva Los Huecos del Agua, en el museo mexicano del Chopo, inaugurada en mayo. La curadora fue Itzel Vargas Plata, quien se cuidó mucho de hablar de arte contemporáneo, un concepto occidental que cambió por arte actual de los pueblos originarios (la denominación indígena tampoco le gusta por su carga política, por ser la descripción que usa el extranjero para referirse a los pueblos originarios, que no se nombran de ese modo). También quiso evitar el antiguo debate entre arte y artesanía y simplemente pidió “obras de gente que se asumiera como artista”. Ella eligió “aquellas a partir de las cuales se puede repensar el trabajo del artista en interacción con un presente complejo, sin idealizar ni folclorizar”. La selección final hablaba de drogas, tráfico de armas, lingüicidio, elementos perdidos y la heterogeneidad era absoluta.
Esta exposición mostraba un arte de procedencia indígena que no estaba en el pasado, sino que ha evolucionado con los tiempos. ¿O acaso es solo una incorporación espuria al canon occidental? Son, como dice Darío Canul, líneas muy delgadas. El camino a seguir, sostiene Vargas, debe ser una “investigación constante sobre estos artistas e incluirlos en colecciones con todos los demás, porque pueden dialogar con ellos”.
El 7 de diciembre se abrió en la capital mexicana la exposición Abusos de las formas, en el Museo Carrillo Gil, cuyo curador es Mauricio Marcín. “Yo trataba de exponer un arte que busca lo inédito, nuevas fuentes donde abrevar y, como hicieron en las Vanguardias, a veces se encuentra lo nuevo en lo antiguo. Una cosa es apropiarse de ello y otra tratarlo de forma crítica, sin ánimo extractivista”. Marcín está señalando otro de los ángulos de este debate, el que remite a la colección de moda de Carolina Herrera o a cualquier otro que “vende” a mejor precio y sin rendir cuentas el trabajo de los artesanos indígenas durante siglos.
Artesanía reinterpretada
¿Acaso la artesanía no puede reinterpretarse desde un punto de vista artístico? No siempre es fácil, porque algunos artistas no ven línea divisoria alguna y les molesta la sola mención de dos mundos distintos. Para Mauricio Marcín, ambos conceptos tienen que ver con una noción colonial, es decir, impuesta. Sabe que el debate no es solo de México, que en todo el mundo la artesanía convive con el arte y muestra diferencias que él mismo explica detalladamente. “La artesanía se crea originalmente para tener un uso: función y belleza no estaban disociados. El arte nace para ser bello, en todo caso su función, su uso, podría ser la producción de conocimiento simbólico”. Después, añade, todo se complicó y algunos de estos objetos artesanales saltaron al museo y se les puso en vitrinas.
“Yo creo que hay que privilegiar el buen trabajo y no agarrar todo y meterlo en una vitrina. A veces, debido a esa noción de lo incluyente, de incluir al marginado, no se busca lo bueno, sino llenar la vitrina de cosas”, dice Darío Canul.
¿No será esto lo que está haciendo el actual gobierno mexicano? Llenar las vitrinas, romper las líneas entre el arte y la artesanía. Si es así, cabe preguntarse si eso es bueno o malo, dada la diversidad de opiniones al respecto. “Creo que aún rige la alta cultura frente a la cultura popular, hay que poner en cuestión la narrativa, que también en México sigue siendo occidental, con todas las influencias europeas y estadounidenses. Debemos repensar una noción de cultura más amplia”, sostiene Helena Chávez. El artista mexicano Eduardo Abaroa, añade: “No estamos en contra del trayecto cultural, del devenir cultural de los pueblos originarios, ni de la contaminación cultural, sino de la violencia manifiesta del empujón”, el extractivismo.
Aunque en ocasiones, ese empujón lo recibe el propio artista indígena de sus paisanos, porque sale del comunitarismo y se desarrolla como artista moderno: es decir, único. Darío Canul se muestra de acuerdo. Tlakolulokos lo ha sufrido en carnes propias, aunque, en su caso, por poner en cuestión la religión, los símbolos, ciertos rituales de los pueblos originarios. Canul sigue repartiendo culpas: “Ahora todo lo indio está de moda y bajo los reflectores, pero no es tan bonito vivir en una comunidad, no vale ir un rato y hacer unos dibujitos. Allí también hay mucho machismo y mucha discriminación… Y los artistas tenemos una responsabilidad como creadores”.
Derribar el Museo de Antropología
El Museo Nacional de Antropología es uno de los más importantes de México y de toda América: conserva los grandes tesoros de los pueblos mesoamericanos. Pero algunos proponen derribarlo con todo lo que tiene dentro. En realidad, es solo un “ejercicio de pensamiento” del artista Eduardo Abaroa contra el abandono al que se ha sometido a los pueblos originarios, la dominación hegemónica, el extractivismo simbólico. La mayoría de los indígenas pasa de ese museo, no es la representación de aquellas culturas sino la que hace el Estado de ellas”, afirma.
Pero la sola idea de echar abajo el imponente arqueológico le impresiona a la artista zapoteca Ana Hernández. “Cada vez que lo visito veo cosas y retomo de dónde vengo”, dice. Hay puentes que casi nadie esta dispuesto a dinamitar. Maruch Sántiz, famosa fotógrafa indígena de San Juan Chamula (Chiapas) es quien más dispuesta está a tenderlos: “Tuve profesores que no eran indígenas y no puedo olvidarlos. A mí me gusta vivir en dos o tres mundos, no veo mal ninguno de ellos”.
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