Las democracias liberales encajan mal con el miedo. Y vivimos en una cultura del miedo. En el lado izquierdo se teme al cambio climático, por ejemplo. La nueva derecha, decidida a transformar los consensos forjados después de 1945 y a imponer “sin complejos” sus propias ideas, agita la amenaza de la inmigración masiva y la transformación de las llamadas “culturas nacionales” en mosaicos multiculturales incompatibles entre sí.
Políticos y medios de comunicación difunden continuas alarmas. Las redes propagan mentiras a la velocidad de la luz. La reciente presidencia de Donald Trump, con el apoteósico final del asalto al Capitolio, demuestra que incluso sistemas liberales tan asentados como el estadounidense pueden virar hacia el autoritarismo y la intolerancia.
Freedom House, una organización no gubernamental con sede en Washington dedicada a promover la democracia y los derechos humanos, asegura en sus informes que la libertad lleva 16 años disminuyendo en el mundo y cediendo posiciones frente al autoritarismo. En 1989 cayó la Unión Soviética y pareció que las democracias liberales habían triunfado. La impresión es ahora la contraria. Historiadores como Julián Casanova y Josep Maria Fradera coinciden en el diagnóstico: las autocracias avanzan y la derecha “ha vencido ya”.
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La crisis financiera de 2008, la peor del capitalismo desde 1929, marca un punto de inflexión. El riesgo de colapso era tan grave que el presidente francés de la época, Nicolas Sarkozy, habló de la necesidad de “refundar el capitalismo”. Como es sabido, luego resultó ser el capitalismo el que siguió refundando todo lo demás. La onda expansiva de aquella crisis ha dejado tras de sí un escenario de ruinas. La izquierda tradicional quedó seriamente desarbolada: la socialdemocracia y el sindicalismo demostraron su impotencia ante la tormenta. “No se ofrecieron alternativas a la ley del mercado”, dice Casanova.
Desde 2008 se aceleraron los excesos del capitalismo: aumentaron las desigualdades, se normalizaron tanto los patrimonios inconcebiblemente gigantescos de los más ricos como la precariedad laboral de las clases medias y trabajadoras, y la globalización, que ya había desindustrializado parcialmente Estados Unidos y la Unión Europea, empezó a ser percibida en determinados sectores como un mecanismo fuera de control.
No tiene mucho sentido fijarse en Rusia. La agenda de Vladímir Putin fue autocrática desde el principio. La democracia liberal nunca tuvo la menor oportunidad en el país de los zares y los sóviets. Un mejor ejemplo sobre la evolución desde la democracia liberal (al menos en términos formales) a un sistema de rasgos autocráticos lo ofrece Hungría, un país integrado en la Unión Europea. Julián Casanova fue profesor de la Universidad Centroeuropea, con sede en Budapest, hasta 2017. Asistió de cerca a los acontecimientos.
Viktor Orbán, fundador del movimiento Fidesz (Alianza de Jóvenes Demócratas) en 1988, cuando aún existía la Unión Soviética, gobernó con un programa de estabilización política y económica entre 1998 y 2002. Al retornar al poder en 2010, con mayoría absoluta en el Parlamento, la crisis de 2008 azotaba las economías europeas y Orbán se había desplazado desde posiciones liberales a una ideología extremadamente conservadora y, según su propia definición, “iliberal”. La fragilidad económica europea generó un clima de miedo que abrió las puertas a las nuevas derechas en Francia, Italia, Alemania, Reino Unido y en la mayoría de las nuevas democracias excomunistas.
El primer ministro de Hungría, Viktor Orban, habla con miembros de su partido en el Parlamento el 10 de marzo de 2022. ATTILA KISBENEDEK (AFP via Getty Images)
“Orbán no explotó el miedo a la crisis, sino el miedo a una inmigración masiva que destruyera la identidad nacional”, precisa Casanova. El porcentaje de inmigrantes en aquel momento apenas suponía el 5% de la población y en su gran mayoría eran de origen europeo. “Su agenda”, añade, “era claramente antisemita”.
Viktor Orbán enarboló una de las banderas tradicionales de la ultraderecha clásica, la de hace un siglo, una de las que el sociólogo hispano-estadounidense Juan Linz describió en su libro La quiebra de las democracias (1978): el antisemitismo. Ya en 1989, cuando colapsaron los regímenes comunistas europeos, amplios sectores de la sociedad húngara mostraban un recelo profundo hacia los judíos.
Orbán prefirió no ser muy explícito y canalizar implícitamente el antisemitismo general hacia una persona en particular, el multimillonario judío George Soros, a quien se atribuyeron diversas conspiraciones presuntamente encaminadas a la erosión de la nación húngara. El foco de la aversión gubernamental se dirigió a la Universidad Centroeuropea, fundada y financiada por Soros (quien, incidentalmente, había pagado la beca con la que Orbán estudió un año en Oxford); al final, la Universidad tuvo que ser trasladada a Viena.
“Las transiciones a la democracia desde el comunismo fueron muy rápidas y desordenadas, en sociedades que habían sufrido dictaduras muy largas y donde la tradición liberal apenas existía”, explica Casanova. Para el historiador, las invocaciones de la nueva derecha al “auténtico pueblo y a la unidad” arraigan fácilmente en esos países.
“Enemigos del pueblo”
Y en otros. Es muy ilustrativo el titular del Daily Mail, el diario de las clases medias inglesas, después de que tres jueces dictaminaran que el gobierno de Londres no podía romper con la UE sin la autorización del Parlamento: “Enemigos del pueblo”, fue el titular, acompañado por las fotos de los tres jueces.
En la Europa occidental, España incluida, también funciona cada vez mejor el recurso político de atribuir a las izquierdas, a las élites o a Bruselas la condición de “enemigas de la patria” y de “fragmentadoras de la unidad nacional”.
Es lo que afirma Hermann Tertsch, antiguo periodista (en este periódico y en otros) y actual eurodiputado de Vox. “El discurso progresista va imponiendo el culto a la ecología, el miedo al cambio climático, la agenda neomarxista, la ideología de género, el animalismo, para ir fraccionando y dominando”, dice. Tertsch afirma que la Unión Europea se ha convertido en un “megaestado centralizador en manos de un sanedrín intocable al que nadie ha votado”. La Comisión Europea, sigue, “asume el discurso progresista y atenta continuamente contra la soberanía nacional de los países miembros”.
El sentimiento antieuropeísta no deja de crecer. “Es normal”, dice Tertsch, “la Unión Europea ha adoptado por completo la agenda socialdemócrata y actúa como si no existieran alternativas”.
El antieuropeísmo, sin embargo, aún no es electoralmente rentable, salvo en el Reino Unido. En 2017, Marine Le Pen concurrió a las elecciones presidenciales francesas con la propuesta (más o menos vaga, más o menos explícita) de renunciar al euro y recuperar el franco como divisa nacional. El análisis de su derrota frente a Emmanuel Macron demostró que la frivolidad de sus discursos sobre la moneda había restado votos a la extrema derecha, o nueva derecha. En 2022, Le Pen acudió a las elecciones con la promesa de mantener el euro. Volvió a perder, pero ahora cuenta, a diferencia de cinco años atrás, con un nutrido grupo parlamentario en la Asamblea Nacional.
En una democracia liberal las elecciones periódicas representan solamente la guinda del pastel. Las elecciones, por sí mismas, significan poco, como se demuestra en Rusia o Turquía. Son necesarias una justicia y una prensa independientes y un nivel suficiente de aceptación del contrario, para que las transiciones de poder se realicen sin grandes sobresaltos e incluso, aunque el término resulte peyorativo para la nueva derecha, algún consenso ocasional para las grandes decisiones.
La evolución de la democracia liberal hacia la autocracia es, por tanto, simple: se impone el control gubernamental sobre la justicia, se nacionalizan o se entregan los grandes medios de comunicación a una oligarquía fiel al presidente y se demoniza a las ideologías rivales como “enemigas del pueblo”. Es el modelo húngaro, y en menor medida el adoptado en Polonia y Eslovaquia.
También es el modelo seguido por Donald Trump, aunque Estados Unidos sea una democracia más sólida: descalificó a los medios de información que no se alineaban con él (lo que publicaban eran “fake news”) y con sus nombramientos en el Tribunal Supremo decantó la justicia hacia la derecha por un largo periodo, ya que los miembros del Supremo son vitalicios.
Reclamos populistas
Las nuevas autocracias, no atribuibles a una simple derechización (véanse los casos de Venezuela o Nicaragua, que se autodefinen como izquierdistas), pueden atraer inicialmente a buena parte de la población por sus reclamos populistas. En su libro El ocaso de la democracia, la ensayista conservadora Anne Applebaum destaca tres elementos. El primero, atribuir la responsabilidad de los problemas a la oposición o a un enemigo externo (los inmigrantes son utilísimos en ese sentido). El segundo, proponer soluciones fáciles: “Con frecuencia las personas se sienten atraídas por las ideas autoritarias porque les molesta la complejidad; les disgusta la división, prefieren la unidad”. El tercero, apelar a discursos pesimistas y en definitiva al miedo: “Estados Unidos está condenado, Europa está condenada, la civilización occidental está condenada. Y los responsables de ello son la inmigración, la corrección política, los transgénero, la cultura, el establishment [las élites], la izquierda y los demócratas”.
Por supuesto, este mecanismo no funcionaría si no contuviera elementos verdaderos o, al menos, verosímiles para grandes sectores de un país. No cuesta nada reconocer la hipocresía de las fuerzas progresistas respecto a la inmigración (se la defiende de boquilla, pero se la reprime en la frontera) o el alejamiento de las élites respecto a los problemas de la clase trabajadora (Marine Le Pen es hoy la dirigente más votada por los obreros franceses y algo parecido pudo decirse de Donald Trump).
Cuando Hermann Tertsch, de Vox, señala que el húngaro Viktor Orbán “quiere inmigrantes que sean parecidos a los húngaros y fácilmente integrables [descodificado, no musulmanes]”, dice algo extensible, aunque no se pregone, a cualquier país europeo. Recuérdese la acogida de los refugiados de la guerra de Siria, con una notable excepción en la Alemania de Angela Merkel, y compárese con la entusiásticamente dispensada a los refugiados de la guerra de Ucrania.
Cabe suponer que la actual crisis económica, disparada por la inflación (un fenómeno detonado por la paralización pandémica y multiplicado por la invasión de Ucrania y el encarecimiento del gas ruso), jugará a favor de las fuerzas autoritarias y populistas. Pero asoma otro factor, subrayado por el historiador Josep Maria Fradera, que complicará la vida a las democracias liberales: con la invasión de Ucrania por parte de Rusia y la revitalización de la OTAN se perfila de nuevo un mundo bipolar, no exactamente igual al anterior a 1989 pero muy parecido, con Estados Unidos y sus aliados de un lado, y con China y sus aliados (entre ellos Rusia) de otro.
No hace falta recordar los conflictos bélicos, golpes de Estado e intervenciones externas que jalonaron las décadas de la Guerra Fría (1949-1989). Como indica Fradera, la anterior crisis de las democracias liberales europeas no fue provocada por la derecha, sino por la aparición de grupos terroristas de izquierda en los años setenta, especialmente en Alemania, Italia y España, que cuestionaron tanto las instituciones como el alineamiento con Washington.
En un contexto bipolar, la simple percepción de que un Gobierno parece dispuesto a cambiar de bando o a evolucionar en un sentido inconveniente para la potencia hegemónica conlleva un severo castigo. Y las consignas se siguen al pie de la letra. En la última cumbre de la OTAN, en Madrid, se decidió incrementar sensiblemente el gasto en ejército y armamento, pese a que las fuerzas de la OTAN siguen siendo muy superiores a las fuerzas combinadas de China y Rusia. Sin contar con los arsenales nucleares, cuyo uso desembocaría en una aniquilación planetaria.
“Volvemos al doctor Strangelove [en referencia a ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, la siniestra sátira de Stanley Kubrick sobre la Guerra Fría] y la nueva derecha está lejos de tocar techo”, dice Fradera. “La nueva derecha”, agrega, “condiciona y marca la pauta al resto de las fuerzas conservadoras”. Tanto él como Casanova consideran que “la derecha ya ha ganado” la batalla ideológica.
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