El primer partido de la pretemporada blaugrana sirvió para confirmar alguno de sus peores temores: el Barça 2021/2022 saltará a los campos de media Europa como si los jugadores tuvieran diez años y sus padres les permitiesen dormir en casa de algún amigo por primera vez, puede que ni eso. Ni las más crueles entre las madres gallegas, acostumbradas a comprarnos los pijamas en las peores ferias de Portugal, llegaron tan lejos en el descrédito estético de un hijo, de un sobrino o de un vecino, no digamos ya en el de un club polideportivo con más de cien años de historia y el peso de una ciudad como Barcelona detrás. Alguien, más pronto que tarde, debería sentarse con los creativos de Nike para explicarles que no se puede jugar con el legado fotogénico de la entidad como si fuera el envoltorio de un pastelito de supermercado.
Laporta deberá aligerar la masa salarial de la primera plantilla, encajar los nuevos contratos y mejorar el nivel competitivo de un equipo que ya dio ciertas muestras de recuperación deportiva la temporada pasada
Por lo demás, el choque nos dejó ese aroma de las pretemporadas tempranas, con un equipo repleto de prometedores chavales a los que recordaremos con cariño el resto del año salvo que la composición de la plantilla sufra un meneo proverbial, extremo bastante improbable cuando tu lista de descartes vive perfectamente acomodada entre el banquillo de suplentes y la sucursal más cercana de La Caixa. Ningún club en el mundo, ni siquiera los apellidados Estado, parecen dispuestos a pagar unos salarios que alguien firmó en su día como pudo tatuarse un personaje de Disney en la nalga: despropósitos irremediables de una noche de verano. “Era una oportunidad de mercado”, explicó Josep María Bartomeu el día que presentó a Antoine Griezmann en sociedad. No son pocos los socios e hinchas culés que a día de hoy -y cargados de razón- se preguntan para quién.
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No es el único caso, claro está. Ni siquiera el más grave o extravagante dentro de una plantilla kilométrica en la que abundan las promesas incumplidas y los sueños rotos, consecuencia última de un política deportiva descabezada, aleatoria y llena de rincones oscuros en los que da miedo mirar. Si de Rosell cuenta la leyenda que llegó al club con una carpeta repleta de nombres a los que fichar, nada nos impide imaginar que Bartomeu se habría dejado olvidados en el despacho presidencial un tablero de la ouija y un vaso con sus huellas dactilares: solo así podríamos encontrar cierta lógica a lo que allí se tramó salvo que la justicia termine dictaminando cualquier otra cosa algún día de estos.
Mientras tanto, el futuro inmediato del Barça se encuentra fiado a la audacia de Laporta y Mateu Alemany para lograr lo imposible, esto es: aligerar la masa salarial de la primera plantilla, encajar los nuevos contratos y mejorar el nivel competitivo de un equipo que ya dio ciertas muestras de recuperación deportiva la temporada pasada. “Podría ser peor”, pensarán los más optimistas. La plantilla cuenta con unos mimbres más que interesantes y Koeman parece haberse ganado una cierta autoridad entre sus huestes: no es poco botín viniendo de donde se viene ni vistiendo como se viste. Ahora mismo, y si nada se tuerce más de lo debido, el Barça parece encaminado a convertirse en una gran tragedia pública, como el toreo de Belmonte, con toda la belleza y el peligro que dicha gloria conlleva.
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