El biólogo que quiso salvar la última fábrica de Polaroid

“Uno nunca debería emprender un proyecto a menos que sea manifiestamente importante y casi imposible”, advertía Edwin H. Land en 1987. Hacía ya cuatro décadas que el invento de este visionario estadounidense había revolucionado el medio fotográfico mediante un sistema capaz de producir una fotografía en los segundos inmediatos al chasquido del obturador: la icónica cámara Polaroid. Tener entonces el último modelo de la marca era como tener hoy el último iPhone. Una innovación que había brotado de la impaciencia de una niña, la hija del inventor, quien, a los tres años y tras ser retratada con una Rolleiflex por su padre, le preguntó: “¿Por qué no puedo ver la fotografía ahora?”.

Tal ansia por la inmediatez parecería en cierto modo más propia de nuestros días, acostumbrados a enfocar y a disparar por doquier con teléfonos móviles. Sin embargo, mientras estas imágenes se difuminan en el maremágnum de instantáneas que componen nuestros archivos digitales y alimentan las redes sociales, la cámara Polaroid permite a sus usuarios tener una pieza única en sus manos; cálida, emotiva y personal. Una máquina que encandiló a Andy Warhol, a Ansel Andams, a David Hockney, a Helmut Newton y a Sarah Moon, entre muchos otros. Una experiencia que no pasaría desapercibida para austriaco Florian Kaps, conocido como Doc, un biólogo que pronto advirtió que la forma de convertirse en el mejor en algo es hacer cosas que no hace nadie. Por eso, la tesis doctoral de Kaps versaba sobre la musculatura del globo ocular de una araña de ocho ojos y, cuando el mundo comenzaba a dejarse seducir por las ventajas de lo digital, él se enamoró locamente del invento de Land, cautivado por la “aventura química” que implica cada una de las instantáneas. De ahí que, en 2008, se dispusiera a salvar la última fábrica de la marca que quedaba en el mundo, localizada en Enschede, principal ciudad del este de los Países Bajos.

Un fotograma con Doc, el protagonista de la película.

Las quijotescas hazañas de Doc inspiran el último documental del cineasta alemán Jens Meurer (Núremberg, 1963), An Impossible Project (2020), disponible en la plataforma Filmin. Se trata de una película que invita a recuperar la materialidad y la experiencia sensorial de lo analógico, no desde una perspectiva nostálgica sino con el afán de “descubrir el verdadero valor de las cosas; su autenticidad”, tal y como lo expresa Meurer por videoconferencia. “Conocí a Doc hace 10 años y lo que más me atrajo de él fue que iba a totalmente a contracorriente del momento”.

— “¿Estas trastornado?”.

— “¡Tecnología de los años cuarenta en el siglo XXI!”.

Escuchar comentarios como esos era de lo más habitual para el austriaco cada vez que explicaba su plan: comprar la fábrica de Enschede por 180.000 euros. Mientras todos suspirábamos por un teléfono inteligente y el mundo digital se presentaba como algo más fácil, cómodo y barato (e incluso gratis, con todas los consecuencias no siempre beneficiosas que esto iba a implicar), él se autoproclamaba mecenas de lo analógico. “La principal diferencia entre lo digital y lo analógico es que lo digital produce un cosquilleo en solo dos de tus sentidos”, sostiene Doc. “Lo puedo ver y lo puedo oír, pero no puedo tocarlo, no puedo olerlo, no puedo lamerlo. No hay nada real. Por eso las generaciones que han crecido digitalmente anhelan lo real. Esa cosa que pueda tocar, acariciar y coger con su mano”.

“La diferencia entre lo digital y lo analógico es que lo digital produce un cosquilleo en solo dos de tus sentidos. Lo puedo ver y lo puedo oír, pero no puedo tocarlo, olerlo ni lamerlo”

El documental comenzó a rodarse en 2013 y, como no podría haber sido de otra forma, en 35mm. “No soy alguien que se oponga a los avances tecnológicos, pero como director me gustaba la idea de reflejar lo que filmo. Además este tipo de tecnología está ahí para que podamos seguir haciendo uso de ella”, subraya el cineasta, quien paradójicamente en 2002 produjo El arca rusa, una de las primeras películas rodadas en digital, dirigida por Alexander Sokurov.

Junto con unos amigos, Doc compró la fábrica. No pudo utilizar el nombre de Polaroid pero la bautizó como Impossible y la vida retornó a la factoría. Trasladó su sede a Berlín y se expandió a Nueva York, donde incorporó a un grupo de nativos digitales que compartían su entusiasmo por lo analógico. Pero pronto empezaron los problemas: los componentes químicos necesarios para elaborar la fórmula ya no existían, y las primeras imágenes no solo necesitaban 45 minutos de revelado sino que eran técnicamente defectuosas. Esto no desalentó a Doc, dispuesto a defender que “la fotografía no trata de la perfección del material que la compone sino de la emoción”.

Doc en la sede de Facebook, compañía con la que estableció vínculos tras ser despedido de su propio proyecto.

En 2013, se unió al equipo como becario el joven Oskar Smolokowski, destinado a convertirse en un personaje clave dentro del provecto. Pronto comprendió la magia que ejercía la Polaroid sobre su generación, necesitada de desintoxicarse de lo digital. Pero también supo ver la necesidad de contar con un producto más eficaz técnicamente así como financieramente más viable. Su mente, más pragmática, se impuso sobre el talante soñador del austriaco. “Doc implantó una regla en el lugar de trabajo que prohibía utilizar la palabra digital, algo bastante extravagante dado la era en que vivimos”, recuerda Meurer. “Y, a medida que Oskar ganaba poder en la empresa y su padre, el clarinetista Slava Smolokowski, entraba como inversor, parecía claro que no era buena idea matar lo digital sino integrar lo analógico a las aplicaciones digitales que utilizan las nuevas generaciones. En esto el joven fue más visionario que Doc. Sin el esfuerzo y la combinación de estas dos personalidades, Polaroid no existiría hoy”.

Al final a Doc le ocurrió lo mismo que a Steve Jobs: fue despedido de la empresa que él mismo había creado. Pero ni esta eventualidad le impidió seguir soñando y embarcarse en nuevas aventuras analógicas, que le llevaron a relacionarse con la marca italiana Moleskine, a rehabilitar un hotel construido en los albores del siglo XX en Viena y a establecer vínculos con el laboratorio de investigaciones analógicas de Facebook. “No siempre es fácil ser un soñador”, resalta Meurer. “Por regla general no somos lo suficientemente fuertes para serlo. De ser así, el mundo sería distinto. Pero los soñadores son muy necesarios, aunque no sean ellos los que estén presentes cuando se cumpla el sueño. Ellos inspiran a los demás a dar pequeños pasos. Yo mismo he recuperado mi máquina de escribir y vuelvo a escribir notas de agradecimiento a mano. Uno nunca debe dejar de soñar”. El broche final del periplo de Doc lo pone una cena con la que siempre había soñado, en la que consigue juntar a todas las personas que considera interlocutores importantes para poder seguir soñando.

¿Crees que dentro de 40 años ella encontrará en el ático la carta de amor que le mandaste por WhatsApp?

En una escena, el director graba en directo a la orquesta de Sascha Peres y Haley Reihart interpretando la banda sonora de la película. Es un guiño con el que trata de rendir su propio homenaje al mundo analógico, como lo fue su idea de utilizar velas durante el rodaje de la cena. ”Stanley Kubrick lo hizo durante la grabación de Barry Lyndon, y se encontró con el problema de que no contaba con las suficientes velas”, explica el director. “A nosotros nos ocurrió lo contrario, tuvimos que prescindir de la mitad. La técnica ha mejorado mucho, lo que demuestra que es posible seguir rodando con película”.

Al igual que el señor Hulot, el personaje cinematográfico creado por Jacques Tati, Doc casi siempre aparece con el mismo atuendo: una chaqueta Polaroid falsa, que se hizo confeccionar en Hong Kong. “Ambos personajes comparten una calidez especial y una forma de andar por el mundo alejados de la realidad”, destaca Meurer. “Doc nos invita a apreciar el toque más sensorial y humano de las cosas como una forma de hacer frente al populismo que nos invade en la actualidad, y a la marcada brecha entre las distintas identidades e ideologías. El acto más analógico que puede existir es juntar a gente alrededor de una hoguera, y para mí, en este sentido, esta película tiene un mensaje político. Es un recordatorio de que aún podemos ser una comunidad. Y ofrece pistas de cómo hacerlo: no utilices tanto el móvil y mira al mundo que te rodea; prueba a cocinar en vez de subir imágenes de platos de comida a las redes; y, si necesitas mandar un mensaje de amor a alguien, no lo hagas por WhatsApp. Dentro de 40 años, cuando su destinatario lo busque, no lo va a encontrar”.

‘An Impossible Project’. Jens Meurer. Disponible en Filmin.

Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.




Source link