El buen nacionalismo

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Con Trump en la Casa Blanca y Boris Johnson en Downing Street, bajo la sonrisa benévola y satisfecha de Vladímir Putin, ha llegado la hora de lavar la cara al nacionalismo. Demasiado tiempo ya denigrándolo y atribuyéndole todos los males, incluso las guerras europeas, o utilizando esas sucias y molestas identificaciones con el nazismo, el racismo, la xenofobia, las deportaciones e incluso las limpiezas étnicas y los exterminios.

Una vez alcanzado el poder en Washington y en Londres, que es como decir el mundo entero civilizado, solo hace falta que encajen las ideas para aclarar de una vez tanta confusión interesada. A ello se han dedicado medio millar de pensadores, periodistas y políticos identificados como conservadores, reunidos a mitad de julio en la capital de Estados Unidos bajo los auspicios de la Fundación Edmund Burke. Todo cuadra en la convocatoria y en los convocados: se trata de recuperar el nacionalismo bajo el rótulo de nacionalconservadurismo, más amable que el del nacionalpopulismo con el que se le ha caracterizado especialmente en Europa, y capaz de superar el libertarismo económico, el librecambismo globalista y el intervencionismo internacionalista de los neocons.
Las crónicas de la prensa estadounidense sobre el congreso revelan el papel estelar que ha desempeñado, entre muchos otros personajes, el joven intelectual israelí Yoram Hazony, feliz descubridor de la piedra filosofal del nacionalismo conservador en su libro La virtud del nacionalismo.
Hazony ha desarrollado toda una teoría de las relaciones internacionales, que se resuelve en dos formas de entender el orden mundial: o las naciones se conforman al sometimiento imperialista a organizaciones internacionales y globales, como la Unión Europea o Naciones Unidas, o se sublevan para recuperar el control sobre su destino como han hecho Trump con Estados Unidos y Johnson con el Reino Unido.
A quienes reivindican el nacionalismo o incluso un soberanismo de izquierdas frente a la globalización o a los Estados-nación establecidos les interesará saber que el pensador israelí, inspirándose en la Biblia, concibe las naciones como la reunión de tribus que comparten lengua, religión e historia “con el objetivo de defenderse y de emprender proyectos a gran escala”, y que además les atribuye nada menos que un derecho colectivo tan fundamental y progresista como el de autodeterminación.
¿No es una bella ironía que desde la derecha y desde cierta izquierda se pueda confluir en la recuperación ideológica del nacionalismo que conviene a Donald Trump y a Boris Johnson?
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