El camino a ninguna parte del puente abandonado en la selva amazónica

Tráiler de ‘La pintora y el ladrón’.

Barbora Kysilkova es una joven y desconocida pintora hiperrealista checa que vive en Oslo (Noruega). Allí logra exponer en una galería de la ciudad en el año 2015, cuando recibe una extraña noticia. Las cámaras de seguridad del edificio han registrado a dos hombres entrando en el lugar y llevándose dos de sus cuadros, que apenas tienen valía en el mercado. Sin ni siquiera nocturnidad, retiran las gigantescas lonas de sus marcos y se las llevan enrolladas. El golpe, más bien una chapuza perpetrada por dos drogadictos, no se lo pone difícil a la policía, que pronto identifica y localiza a los autores del robo, aunque no lo suficientemente rápido como para encontrar también los cuadros que se han llevado.

Esa búsqueda lleva a Barbora a confrontarse en juicio a uno de los ladrones, Karl-Bertil Nordland, un niño brillante hasta que su madre, en pleno divorcio, decide marcharse con su hermana y dejarlo a cargo de su padre. Cubriendo su vulnerabilidad con tatuajes y anestesiando con droga sus heridas, termina siendo un habitual de las prisiones noruegas. Así comienza una historia de amistad improbable, empatía y el poder redentor del arte que el director Benjamin Ree comenzó a rodar tras leer el asunto en los periódicos. Su película, La pintora y el ladrón, se ha convertido en la revelación del Festival Atlàntida 2020 de la plataforma Filmin, como el título más visionado de esta edición del certamen tras despuntar en enero en el primer termómetro cinematográfico del año, el Festival de Cine de Sundance.

El cineasta comenzó a rastrear la historia con escasas expectativas, “pensaba que podía sacar un cortometraje documental interesante, de unos 10 minutos de duración”, explica él mismo por teléfono. Sin ni siquiera tener una temática definida, se propuso rodar con su cámara lo que había ocurrido, para acallar algunas de las preguntas que le asaltaban: “¿Por qué a estos dos ladrones les dio por robar las obras de una artista desconocida? ¿Dónde pensaban venderlas? ¿Querían quedárselas?”, recuerda Benjamin Ree en voz alta.

El asunto del robo de obras de arte no es extraño en Noruega, donde es ya casi una tradición que los cuadros de Edvard Munch, su héroe nacional, desaparezcan de museos y salas de exposiciones. El caso más sonado es el del codiciado El grito, del que se han sustraído diferentes versiones a lo largo de los años. “Creía que ese contraste entre la belleza del arte y la felonía del robo le daría un punto fascinante al relato”, comenta Ree, quien se topó con una historia con casi tantos recovecos psicológicos como la obra maestra de Munch, lo que le hizo plantearse todavía más preguntas. Al hacer seguimiento de los titulares que había leído, descubrió que Barbora se había quedado fascinada con Bertil durante el juicio al que acudió para preguntarle por qué había robado sus cuadros. Él explicó que los conocía de antes, porque los había visto en el escaparate de la galería de arte durante sus andanzas callejeras. “Me los llevé porque me parecieron bonitos”, respondió él, dando a luz con su candidez a una inesperada relación platónica.

El primero de los encuentros entre los dos protagonistas que rueda Benjamin Ree.
El primero de los encuentros entre los dos protagonistas que rueda Benjamin Ree.

La pintora, acostumbrada a mirar el mundo desde perspectivas inusitadas que plasmar sobre un lienzo, le ofreció al ladrón posar para ella. Él, deseoso de pagar la deuda de unos cuadros incapaz de recuperar, aceptó. Benjamin Ree empezó a rodar en el cuarto de esos encuentros, cuando una y otro estaban todavía en proceso de conocerse. Desde ese momento y durante más de tres años siguió documentando el nacimiento de su amistad. Los tres se dejaron llevar hasta comprobar dónde les llevaba este doble retrato. “Cuando diriges una película de ficción, lo haces a partir de un guion previo, pero cuando diriges un documental tomas el control al final, en la sala de montaje. Antes de eso, te enfrentas a la incertidumbre”, destaca el documentalista. Una de las certezas que le hicieron seguir rodando fue el momento en que Bertil, un hombre con una herida de infancia difícil de reparar, se deshizo en lágrimas al ver el resultado del primero de los retratos que Barbora hizo de él y comprobar la distancia entre la percepción que guarda de sí mismo y la que otra persona tiene de él. “Después de ese momento, supe que ellos confiaban en mí y que yo podía confiar en su espontaneidad”, comenta ahora el director.

Barbora narra en voz en off, con sus propias palabras y su propia mirada, las vicisitudes vitales de Bertil y él hace lo mismo con las de su nueva amiga. “Aunque ella no se dé cuenta, yo también soy capaz de ver su interior”, confiesa el ladrón en la descripción que hace de la pintora. Ambos atienden a las batallas del otro, la lucha por despuntar en el mundo del arte o por mantenerse sobrio. De los 10 minutos planeados, La pintora y el ladrón se extiende hasta los más de 100 para ahondar en las razones, no siempre altruistas, por las que mantenemos a otros en nuestra vida y la forma en la que devolvemos lo que esos otros nos dan.

Detalle de uno de los retratos que la pintora hace del ladrón de sus cuadros.
Detalle de uno de los retratos que la pintora hace del ladrón de sus cuadros.




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