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El canal de Panamá en los tiempos del calentamiento


Leo en EL PAÍS que el cambio climático empieza a preocupar a las autoridades del canal de Panamá, y mi primera reacción es de sorpresa genuina: ¿no los habría debido preocupar hace mucho tiempo? La construcción del canal es inseparable de las vicisitudes del clima panameño, que en el siglo XIX desanimó a ingenieros curtidos en otras empresas, mató a miles de trabajadores y acabó por derrotar el proyecto descomunal de Ferdinand de Lesseps, aquel francés maravilloso empapado de hubris que ya había abierto el canal de Suez y no podía entender que el istmo se le resistiera. Yo traté de contar esa aventura en una novela, Historia secreta de Costaguana, y recuerdo esos años de escritura con gratitud, pues cada mínimo descubrimiento parecía dar para una novela entera.

El canal siempre me ha parecido un lugar de fábula, una especie de metáfora de América Latina. Es un espacio que concentra nuestros mejores ángeles y también nuestros demonios; su historia es la de la lucha del hombre contra los elementos, que tantas páginas ha ocupado de nuestra literatura, pero además fue durante décadas un trauma nacional para Colombia, que en 1903 perdió ese brazo de su territorio por incompetencia, corrupción y desidia. Ese relato sigue siendo una cifra del imperialismo norteamericano, o su premonición más clara: I took Panama, no sé si ustedes lo recuerdan. Y es una lástima que este lugar mítico, escenario de grandes batallas (físicas, políticas, intelectuales), se haya instalado en el imaginario de tanta gente como una mera zona de tránsito para que barcos chinos lleven mercancías al resto del mundo.
Cuenta el reportaje de este periódico que el cambio climático es preocupante por varias razones, pero todo se resume en un diagnóstico sin salida: el canal depende del agua. Tener demasiada o demasiado poca entorpece la operación mecánica. Yo he visto esa operación, y hay pocas cosas más fascinantes cuando uno conoce lo que hay detrás. Esa mañana de 2011 me tocó un barco de Singapur que llevaba coches coreanos a Europa, y los lectores quedan disculpados si el comienzo de esta frase les produce un aburrimiento inmediato; pero el paso de ese barco de un océano a otro, que hoy ha dejado de sorprendernos, fue en algún momento de una osadía inconcebible. Levantar un barco 26 metros sobre el nivel del Pacífico y trasladarlo, mediante un sistema de esclusas, al lago Gatún, para que luego vuelva a bajar en el Caribe: el proceso de ensayo y error que llevó a ese sistema acabó con miles de hombres, desde los ingenieros franceses que morían de fiebre amarilla hasta los obreros chinos sepultados por aludes de tierra. Cuentan los testigos que, en las épocas de lluvia, la tierra excavada durante el día volvía a su sitio durante la noche, y cuando las máquinas volvían a sacarla se encontraban con los cadáveres de los desprevenidos.
Así que el agua, el instrumento del canal, fue el principal problema desde el principio. Pero ahora sus autoridades se preocupan por el cambio climático. Parece que todos, hasta los más informados, nos hemos dado cuenta demasiado tarde. 


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